Todo empieza con un
soleado día en Londres. Un joven atractivo y lleno de ilusiones cruza la ciudad
y parece que va contento. Compra unas flores, tiene un pequeño accidente con un
zapato, atraviesa un parque, el sol brilla y los niños cantan. Evidentemente,
va a encontrarse con una mujer. Encuentra la puerta abierta y se introduce en
el piso. Es un poco tarde para la hora en la que habían quedado, pero no
importa. Habrá salido a hacer algún recado. Sin embargo, quien aparece por allí
no es una chica. Es la policía. Comienzan a hacer preguntas sospechosas porque
no esperaban encontrarse allí, en el piso, a un individuo que trata de esquivar
las cuestiones planteadas. Es todo muy extraño. La chica no aparece, pero sí
los inspectores. No le dicen de qué se trata. Sólo que se han presentado allí
porque una vecina oyó que la música estaba muy alta. Jazz y no muy bueno. ¿Qué
hacía el joven allí? ¿A quién esperaba? ¿Qué hizo mientras esperaba? ¿Para qué
había ido al piso? ¿Por qué había puesto música? Demasiadas preguntas un tanto
inquisitoriales para que se pueda imaginar lo que ha ocurrido. Allí mismo, en
el apartamento, la chica aparece asesinada. La chica aparece.
Todas las sospechas
recaen en ese joven bohemio, que se dice artista, que pinta cuadros y que había
iniciado una relación apasionada con una mujer de cierta edad. Ella parecía
esconder cosas y se mostraba excesivamente misteriosa con él, pero era una
escuela para el pintor. De alguna manera, sin resultar extraordinariamente
atractiva, él bebe la sexualidad por ella, como si un lienzo en blanco se
ofreciera delante de sus ojos y de sus manos. Los encuentros furtivos se
sucedieron. Ella tenía dinero y él, como buen artista, ni un céntimo. La mirada
de ella es fascinante, penetra en el pintor como si fuera una obra realizada
con el color del cielo y la pasión de la tierra. Se abandonan en los brazos del
otro porque, de alguna manera, intuyen que es el mejor lugar del mundo. ¿Quién
más podría haber asesinado a la mujer? Sólo hay un sospechoso. Y la policía
hará lo que sea necesario para que lo confiese.
Joseph Losey deseó
encerrar este misterio dentro de dos únicos escenarios, como si fuera una obra
de teatro en sendos actos, para aclarar este misterioso asesinato en el que
todo apunta al chico, al artista, a ese hombre sin dirección que sólo encontró
alguna motivación en los brazos de una mujer arrebatadora. Sin embargo, no deja
de ser curioso que un asesino se dé un paseo por en medio de la ciudad y vuelva
al lugar del crimen, a sentarse en un sofá mientras escucha alguna mediocre
melodía de jazz. Algo no cuadra. Hardy Kruger interpretó al artista, mientras
Stanley Baker se hace cargo de ese sabueso que conoce su oficio, que cree que
debe investigar en una dirección y que, incluso, le obligan a escarbar en esa
misma dirección mientras algo en su instinto se remueve y le dice que no, que
no es posible, que sería algo absurdo a pesar de las pruebas, que ese chico
sólo fue culpable de agotar su pintura. Si no fuera así, no mantendría frente a
viento y marea su inocencia. Y lo hace. Y lo hace porque sabe que el amor
estuvo por ahí bien atento y que eso nunca ha sido el motivo de un asesinato.
Si es amor, si es verdadero amor, acabará por hablar.
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