En
algún lugar polvoriento de un desierto que no existe, se horada un agujero
imaginario donde un meteorito cayó al igual que caen los sentidos de la vida.
Todo ello está sustentado por una obra de teatro que no es, representada por
unos locos repletos de tranquilidad y surrealismo que no saben hacia dónde van
salvo, quizá, hacia abajo. Todo ello retratado con la perplejidad como estilo,
con la ácida ridiculez de una sociedad alienada, que no tiene esperanza, pero que
ha sido adoctrinada a conciencia a base de anuncios y autoengaños, con algún
que otro brote de persecución a tiros, con algún que otro geniecillo pululando
por el paisaje desolado, con un correcamino bailando al borde de la carretera.
Y ahí, en medio de la
nada vestida de colores, se halla un motel cualquiera en un camino equivocado,
en un paraje con puentes que no llevan a ninguna parte y rocas que no apuntan a
ningún sitio. De ventana a ventana, se abren los cristales del deseo. De noche
en noche, se recuerdan interminables listas de nombres para probar memorias. De
estrella en estrella, se llega al convencimiento de que están todos más
estrellados que el meteorito. Y los hombres de negro se presentan para una
cuarentena que, en el fondo, no es más que poner la inteligencia entre
paréntesis.
El director Wes
Anderson regresa con sus peores vicios con esta fábula que no lleva a ninguna
parte. Se supone que es supuestamente graciosa. Se cree que es supuestamente
original. Se intuye que es supuestamente ácida. Y no es nada. Sólo un
muestrario de situaciones que rayan en lo grotesco, con un desfile difícilmente
superable de intérpretes de cierto prestigio de los que se llega a pensar que
no se está muy seguro si saben lo que están haciendo ahí. No hay actuaciones
destacables, aunque hay que reconocer que el mayor peso lo lleva Jason
Schwartzman porque todo consiste en muchos planos mirando directamente a la
cámara, haciendo confesiones que destacan por lo absurdo y sin gracia ninguna.
Y mucho decir que si no se duerme, no se podrá despertar, que ahí debe estar la
moraleja de la historia, si es que hay una historia. Haciendo estas películas
tan autocomplacientes, Wes Anderson demuestra que está muy lejos del realizador
de talento que sorprende y agrada en El
Gran Hotel Budapest y que, cada vez, aburre más, sacia más y es más
rechazable.
Así que nada, aplausos a millares para estos pequeños cerebros que han llevado hasta una ciudad de ochenta y siete habitantes levantada sobre unas bambalinas sus inventos algo delirantes. Asombros a puñados ante ese extraterrestre que, en teoría, interpreta Jeff Goldblum, y que sólo cae para no se sabe muy bien qué. Simpatías a chorro para la belleza que despliega Scarlett Johansson en uno de los papeles más sosos de su carrera si exceptuamos ese despropósito que fue Under the skin. Y paciencia a raudales para los espectadores, siempre sufridos ciudadanos del disfrute, que esperan que Anderson llegue a contarles algo cuando, de hecho, cuenta menos que un leproso sin dedos. Y esto es todo, amigos. No hay mucho más que destacar cuando todo consiste en mostrar en un color de pastelería la obra de teatro que se representa para no decir nada y en un blanco y negro contrastado para dejar bien claro que se trata de la vida antes de subirse al escenario y de la enorme tontería que es el proceso creativo de escribir. Lástima que Wes Anderson no se haya aplicado su propia medicina y no nos ahorre el dolor de ver una película larga que no dice absolutamente nada a través de unas imágenes que inspiran menos que Steve Carell ofreciendo zumo de tomate. Lo único que vale realmente es el baile del correcaminos.
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