Lo
peor de Maddie es que es un espíritu libre. O, tal vez, sea esa su mayor
virtud. Depende de cómo se mire. Por un lado, no quiere responsabilidades con
nadie, ha huido de cualquier movimiento que significara enlazar. No le gusta
demasiado el resto de la humanidad salvo sus dos o tres amigos de toda la vida.
Por otro, no tiene ningún problema en decir las verdades, aunque mienta por
interés. Le importa tres retacos que crean que ella es una malhablada, basta y
desinhibida mujer que ya avanza peligrosamente por la treintena sin crear un
verdadero hogar. No nos engañemos. Ella es la protagonista de la historia
porque tiene que defenderse con uñas y dientes y, al mismo tiempo, tiene la
supuestamente fácil tarea de sacar del cascarón a un adolescente
preuniversitario.
El problema de Maddie
es que, a veces, se confunde. Cree que el amor es sexo, que el sexo no es nada,
que la amistad puede ser amor y vuelta a empezar. Y tiene que habitar un mundo
hostil en el que todo el mundo quiere sacar tajada. Especialmente cuando a ella
le gusta estar allí, en el lugar en el que ha crecido que, por aquellas cosas
de la vida, se ha convertido en una zona residencial para ricos que, a pesar de
enriquecer el entorno, están empobreciendo el ánimo. Muchas cosas sobre Maddie.
También se podría llamar así la película.
Por otro lado, Percy es
un joven que es brillante, sólo que aún no lo sabe. Está acostumbrado a estar
permanentemente monitorizado por sus padres y ellos quieren que empiece a tener
iniciativa propia y creen que una buena noche de seducción de cierto nivel
puede ser la solución. Ofrecen un coche. Y no cualquier coche. Bueno, sí, es de
segunda mano, pero no se puede tener todo. El caso es que Percy, cuando
comienza a romper las paredes de ese cascarón que tanto se resiste, resulta un
chico divertido, ingenioso, con mucha personalidad. Un pájaro que desea volar y
que sólo sabe hacerlo con un ala, pero aún así no es un inútil. Probará algo
parecido al amor para que su primera asignatura en Princeton sea un poco más
fácil.
Se podría pensar que
esta película estaba ideada para ser un vehículo ideal para la Cameron Díaz de
hace apenas unos años y que el chico es una versión algo descafeinada de
Matthew Broderick en su época de adolescente eterno. A cambio tenemos a
Jennifer Lawrence, divertida en algunos pasajes, especialmente en aquellos en
los que pone narices y le da todo igual, y a Andrew Barth Feldman siendo hijo
de Broderick y que resulta menos lucido aunque una de las mejores secuencias de
la película sea su interpretación al piano de noche de Maneater, de Daryl Hall y John Oates. Al final, es una comedia sin
demasiadas pretensiones, con algunos puntos interesantes, alguna que otra
secuencia de carcajada y un cierto batiburrillo de sentimientos que no acaban
de estar bien explicados. No se puede tener todo. Incluso Matthew Broderick
aparece con una melena que acaba por ser puro trasnoche en la opulencia como
símbolo de postureo. Aunque quizá haya que reírse un poco de todo para poder
reflexionar sobre ello con la suficiente objetividad. Ya estamos llegando a un
punto en que la vida lo está pidiendo a gritos.
Así que habrá que decir la palabra clave a un perro para espantar los miedos y alejar los moscones impertinentes que creen tener la razón de todo cuando no la tienen de nada. Sólo hace falta una buena llave para arrancar un motor para que una buena cena, una sonrisa que nadie puede igualar y una mirada de complicidad sean momentos que nadie nos puede quitar, porque las sensaciones forman parte de esas gotas de felicidad servidas con marisco.
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