Cuando
una familia sufre una pérdida trágica, se hace más vulnerable al saco de
temores que asedian a la imaginación. Se creen en movimientos extraños en la
inerte oscuridad. Se piensan en conspiraciones sobrenaturales para que la
adaptación a la nueva situación parezca un castigo. Se introducen
desequilibrios mentales que provocan la lágrima porque lo desconocido se hace
real y la imprevisibilidad del devenir es un motivo más para sentir pánico. En
esta ocasión, ese miedo que todos hemos padecido, mirando posibles presencias
inquietantes debajo de la cama o creyendo ruidos ilógicos dentro del armario,
se hace físico, real, tangible. Es el hombre del saco en versión monstruo
inasible.
Así que una familia
intenta salir de ese estado de inmovilismo que a veces suele atenazar los
comportamientos postraumáticos y comienzan a surgir fenómenos en los que la luz
y la oscuridad juegan un papel muy importante. Puede que la inocencia de una
niña sea el detonante, o la inseguridad de una adolescente, o la anestesia
emocional de un padre. Poco importa. Ese monstruo de la penumbra se hace
presente y encarna los miedos que se presentan a un futuro que pasa por ser
casi amenazador, por mucho que se llame una y otra vez al ser que se pierde y
que tanto cariño se ha llevado.
Stephen King escribe el
relato corto en el que se basa esta película y volvemos sobre algunos de sus
temas favoritos. La familia, la incomprensión, el acoso escolar, el temor a lo
que no se ve, a lo que no se siente, por mucho que sea más fuerte que la vida.
Todo ello se distribuye de forma bastante aceptable a lo largo de esta película
que guarda una virtud y un defecto en la balanza de la inquietud. Por un lado,
se toma su tiempo, no es nada precipitada, va dosificando los sustos, que los
hay. Por otro, la historia fenece un poco desde el mismo momento en el que el
miedo se corporiza. Todo resulta mucho más turbio y tenso mientras la película
se mueve en los terrenos de la desconocida oscuridad, de la sombra fugaz, de los
ojos brillantes. Aún así, el resultado está por encima de la media porque la
dirección de Rob Savage es comedida, salvo en una escena. Y el fuerte de la
trama está en cuando nada es evidente.
Es el momento en el que las luces se apagan y cualquier crujido toma la apariencia sonora de un paso. El silencio, a menudo, no es buen compañero cuando la pena se ha instalado en el ánimo. Mientras tanto, en las edades inseguras, cualquier mirada se torna agresiva, cualquier palabra es un desplante, cualquier ofrecimiento es un malentendido. Ahí es donde empieza a tomar forma el terror porque se teme una nueva pérdida, una nueva derrota difícil de asimilar, un sufrimiento más en algún problema ajeno que se hace propio. No es fácil entender por qué tanta pena ronda un hogar que parece que fue feliz y, sin embargo, hace falta mucho valor para enfrentarse a los miedos que se mueven allí mismo, en un vestido colgado, en una estantería llena de ojos de pergamino, en un techo en el que parece que crecen las raíces del mal, en un cuaderno de hojas arrancadas y cariños olvidados. No hay que dejar entrar al hombre del saco, porque es muy posible que ya no quiera salir más. La luz tiembla siempre hacia la izquierda y es entonces cuando sabemos que aquellos que se han ido, no lo han hecho realmente. Siempre se quedan de alguna manera cuidando de nuestro destino, tan lleno de soledad y de lágrimas. La burla y el desprecio hacia los que han visto el horror, sólo es el preludio del verdadero temor. Días sin vida han pasado. Ahora llegará la vida sin ningún día, absorbiendo el hálito de lo que nos queda aún latiendo.
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