“¡Da capo!” ordena el maestro desde el atril
mientras la orquesta interrumpe la melodía para volver a empezar una y otra vez
la sinfonía que no acaba de ejecutarse limpia y perfectamente. En la
interpretación, debe de notarse el estudio y el trabajo, pero también el
talento, la pasión, el sentimiento adecuado para una música que se eleva para
dejar su huella en el alma. Al igual que en la vida, un eterno ensayo que sólo
deja en evidencia un buen puñado de errores que cometemos todos, tales como las
relaciones distanciadas por culpa de los desencuentros, de las decepciones, de
las decisiones diferentes a las pensadas, de la seguridad de que, entre tanto
pentagrama, siempre hay una nota discordante que empobrece lo que debería ser
la armonía del deseo.
Y así, entre dinámicas
y corcheas, nos adentramos en una confusión algo estúpida para dirigir una de
los templos de la ópera y de la música clásica. La ilusión se confunde
peligrosamente con la derrota, con el mérito difuminado y, lo que sonaba mal,
comienza a sonar aún peor porque quedan demasiadas cuerdas sin tocar. Todo
empieza con el allegro de un premio,
continua con el andante de una
relación que nunca terminó de empastar, se prolonga con un minueto de indecisiones y acaba con un vivace al son de Las bodas de
Fígaro en el que el cariño se impone por encima de la melodía y hace que la
batuta, al fin, llegue a encajar con su dueño. Los recuerdos se agolpan, la
cobardía se retira, se vuelve a empezar, sí, porque ya es hora de que algo
salga verdaderamente bien. Da capo. Desde el principio.
Bruno Chiche ha
conseguido una película notable que habla de sentimientos en el empuje de la
dirección de una orquesta y en la obtención del aprecio, no sólo del público,
sino también de quien ha marcado el compás hasta llegar a la maestría. No se
trata de ser el mejor, sino de ser bueno. Bueno para esos oídos que están
deseando llegar a la paz que sólo pueden otorgar una serie de notas inmortales.
Bueno para esos brazos que están deseando estrechar rocas que siguen
resistiendo a pesar de sus defectos. Bueno para ese corazón errante que busca
un pentagrama en el que depositar la comprensión, el afecto y la sinceridad. El
resultado es una película que, a pesar de que en algún momento puede parecer
que se detiene, se llena de emoción y de lágrimas en ese aire herido por la
batuta que, de forma nada caprichosa, se mueve de arriba abajo, como un día
tras otro describiendo lo que nunca debió de silenciarse, ni de tragarse, ni de
esconderse.
Y es que, en la oscuridad, siempre hay una sonrisa para el orgullo, siempre hay un gesto de acompañamiento para que la segunda cuerda soporte a la primera. Las noches de París se cierran para dar paso a la luminosidad de Milán y no hay reproches en una continuidad que se preludia en dos épocas que se enfrentan para vencer. Los maestros permanecen y no importa si es desde el atril o desde el teclado, si es desde la reconciliación o desde el desprecio. No hay débiles en el camino del apoyo y del amor malentendido, sólo valientes que lo intentan una y otra vez, tratando de dar forma a la verdad, al arte, al entendimiento con una mirada, al estremecimiento con un gesto. Sólo un gesto. Apenas nada. Todo por un error tonto que nunca debió ocurrir y por una montaña de años que no dejó resquicios para la ejecución más virtuosa. Y eso es algo que hace que siempre merezca la pena volver a leer la clave de sol y comenzar por la primera línea. Admiración y amor. Apenas nada.
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