Alain Delon fue uno de
esos actores que siempre tuvo que luchar contra su impresionante físico. Dotado
de un rostro casi perfecto, con unos ojos azules que contrastaban de forma
espectacular con una expresión que variaba desde lo tierno a la frialdad más
absoluto, trabajó duramente para ser considerado más un actor que una estrella.
Es verdad que son discutibles algunas de sus posiciones políticas, pero nadie
puede negar que fue una de esas presencias extraordinarias en el cine europeo,
llenando la escena con su expresión suave, incluso cuando concentraba su
interpretación en esos enigmáticos ojos a los que era muy difícil retirar el
velo de misterio. El cine europeo y los más grandes directores supieron ver en él
al chico luchador, con un punto de rebeldía, que se volvía en contra de todos
los que quisieron encasillarle sólo como un galán de agrado excepcional.
Alain Delon se
convierte en alguien que está en boca de toda la crítica internacional cuando
René Clément le dirige en A pleno sol,
primera adaptación de la novela de Patricia Highsmith y, probablemente, una de
las mejores encarnaciones de su personaje Tom Ripley, ese ser sin empatía,
ladrón de sentimientos y debilidades que las utiliza para su propio beneficio
mientras se agarra a la vida de lujo que no puede tener.
Luchino Visconti, uno
de los que mejor supo dirigir al actor, no tarda en otorgarle el papel
protagonista para Rocco y sus hermanos,
radiografía neorrealista del mundo rural trasladado a la gran ciudad que la
acerca peligrosamente a las intenciones de José Antonio Nieves Conde en nuestra
Surcos. El chico que entonces contaba
con veinticinco años y que ya había estado durante cuatro en la guerra de
Indochina comenzaba a dar muestras de su credibilidad como actor.
El siguiente que le
sumerge en su particular mundo de aburrimiento e incomunicación es Michelangelo
Antonioni y lo elige como pareja de Monica Vitti en El eclipse, donde Delon comienza a actuar con sus ojos, diciendo
más con ellos que con los diálogos del guion. Por ello, Visconti le vuelve a
llamar para encarnar uno de los personajes satélite de su monumental El gatopardo, curiosamente una de sus
mejores interpretaciones a pesar de que la función la lleva casi en su
integridad Burt Lancaster.
Su habilidad con la
espada le lleva a probar suerte en el terreno de las aventuras al más puro
estilo Tyrone Power en El tulipán negro,
de Christian Jaque, saldando su actuación con un notable hasta el punto de que
Hollywood comienza a fijarse en ese chico con un aire revolucionario europeo
que se asemeja a James Dean. De ahí nace la que es, posiblemente, su
interpretación más afortunada en Estados Unidos con esa joya escondida de Ralph
Nelson que es El último homicidio, un
retrato certero de un inmigrante que ya ha sido condenado y que trata por todos
los medios de demostrar que no es un asesino.
Su experiencia en el
frente asiático le resulta muy útil a las órdenes de Mark Robson en Mando perdido, compartiendo cabecera de
cartel con Anthony Quinn y George Segal. La película, sin embargo, levanta
cierta polémica en Francia hasta tal punto que resulta prohibida durante diez
años debido al retrato que hace de la actuación de los galos en el Sureste
asiático.
Otorga una cierta
serenidad al fresco histórico que realiza René Clément en ¿Arde París? como uno de los líderes de la resistencia y, a
continuación, aborda uno de los grandes papeles de su vida como el del asesino
profesional Jeff Costello de El silencio
de un hombre, de Jean Pierre Melville. Su encarnación fría y metódica de un
hombre que se dedica a matar, que apenas habla a lo largo del metraje, que vive
en una soledad casi acongojante y que comienza a tener algún que otro
escrúpulo, queda como una de las más grandes de la historia del cine.
Se pone a las órdenes
de Louis Malle para rodar uno de los episodios basados en la obra de Edgar
Allan Poe Historias extraordinarias y
vuelve a asumir el papel de asesino profesional con deslices hacia la
autoridad, a pesar de cumplir fielmente con su trabajo, en la excelente El clan de los sicilianos, de Henri
Verneuil, donde se dieron cita tres generaciones del cine europeo encarnadas en
Jean Gabin, Lino Ventura y el propio Delon.
Al año siguiente, en
1970, se produce uno de los encuentros más esperados de toda la historia del
cine galo. Mucho se habló sobre un posible encuentro en la pantalla entre Jean
Paul Belmondo y Alain Delon, los dos actores más famosos de Francia en ese
momento, y se barajaron múltiples historias para servir como excusa a ese
choque de trenes que parecía ser campo de abono para las chispas, los chismes,
las envidias y las arrogancias. La elegida fue Borsalino, de Jacques Deray, ascenso de dos camaradas que quieren
trepar por la mafia marsellesa y que contó con un vestuario que marcó época
debido a Jacques Fonteray. La química entre Belmondo y Delon funcionó muy bien
y, parece ser, llegaron a ser amigos a pesar de la diferencia de métodos
interpretativos con el primero haciendo gala de su natural extroversión y el
segundo mirando hacia adentro como su pistola en la sobaquera. La película fue
un éxito sin precedentes en el cine europeo que dio lugar a una segunda parte
cuatro años después, ya sin Belmondo, con el título de Borsalino & Co.
Jean Pierre Melville
vuelve a reclamarle como un ladrón de altura en Círculo rojo para emparejarlo al lado de Gian María Volonté, Yves
Montand y un improbable André Bourvil como el policía encargado de atrapar a
los tres. La película muestra a un Delon que acaba por ser el rostro del
profesional que sabe lo que hace, sin inmutarse y que, sin embargo, no duda en
ejecutar venganzas cuando el destino se pone en su contra.
Delon incluso prueba
suerte en un western realmente
extraño, que le empareja con un samurái como Toshiro Mifune y un auténtico
vaquero como Charles Bronson con Ursula Andress dando un poderoso toque
femenino. Sol rojo, de Terence Young,
acaba por ser una película que trata de juntar varios elementos casi
contradictorios que no acaban de funcionar, pero que granjeó un éxito inmediato
en la fórmula muy cercana al spaghetti-western,
sin que haya pasta por ningún lado.
Un director de corte
muy diferente, como Joseph Losey, le reclama para El asesinato de Trotsky, al lado de Richard Burton. Es cierto que,
a pesar de su físico envidiable, su presencia palidece al lado de un actor como
el galés, pero está claro que Delon no quiere dejar de lado el cine de
prestigio ante el meramente comercial. Para ello, Jean Pierre Melville vuelve a
contar con él en la que es su última película, la muy notable, Crónica negra, con Catherine Deneuve y
Richard Crenna, encarnando a un policía que debe superar sus propios
sentimientos para detener a un ladrón que, quizá en otro tiempo, llegó a ser su
amigo.
Vuelve a meterse dentro
de los designios del sicario profesional en Scorpio,
de Michael Winner, al lado, de nuevo, de Burt Lancaster. La película promete
más de lo que da, pero no deja de ser un interesante ejercicio de cine negro y
espionaje que se suma a la moda del feo mundo de los servicios secretos. Con un
argumento de Richard Matheson y con la sombra de la mantis religiosa, rueda Los senos de hielo, de Georges Lautner,
una película que levantó cierta polémica por su contenido sexual y por esa
mujer interpretada por Mireille Darc que es adicta al asesinato de los hombres
que tratan de conquistarla.
A mediados de los
setenta, Alain Delon trata de dar un impulso comercial a su carrera, algo
alicaída y para ello escoge dos proyectos totalmente diferentes. Con su propia
producción se mete en la piel de don Diego de Vega para hacer una versión de El Zorro y, a la vez, acepta otro papel
en una excelente película de Joseph Losey como es El otro señor Klein, en la que realiza una interpretación madura,
excelente y misteriosa y que ahonda en la figura del doble y en el complejo de
culpa. La primera es una ciertamente mediocre que no añade nada a su carrera
salvo unos resultados comerciales aceptables. La segunda descubre al actor de
intensidad dramática que, a veces, se echa de menos y que llena de prestigio su
trabajo a pesar de que, como es habitual en Losey, está reservada a un público
mucho más concreto.
A partir de ese
momento, trata de mantener un éxito que se le escapa al igual que su juventud.
Produce otra película que produce, dirige y promociona personalmente como es Por la piel de un policía y que revela
un dominio de la realización más bien torpe. Trata de hacerse reconocible con
el penúltimo episodio de la saga en Aeropuerto
80 al lado de Sylvia Krystel, obtiene un éxito mediano con El derecho a matar, de Jacques Deray,
aproximación kafkiana al cine negro, acepta un papel secundario en Un amor de Swann, adaptación muy parcial
del clásico de Marcel Proust En busca del
tiempo perdido con Jeremy Irons en el papel protagonista y Volker
Schlöndorff tras las cámaras, resulta bastante patético en El regreso de Casanova, de Edouard Niermans y, ya entrado el siglo
XXI, se recluye en la televisión, un medio que apenas había probado y en los
papeles sin complicaciones como el casi ridículo Julio César que encarna en Asterix en los juegos olímpicos.
Alain Delon trató de mantener un equilibrio curioso entre el cine más comercial y el de autor. Sabía de su atractivo, aunque nunca lo quiso explotar y jamás le gustó hablar de él. No era amable con sus admiradores, consideraba que sólo era gente hambrienta que quería devorar a sus ídolos y que eso era propio de otros actores como Jean Paul Belmondo, al que le encantaban los baños de masas. Aparte de su matrimonio con Nathalie Delon, dicen que fue el gran amor de Romy Schneider. Vivió por encima de su físico y acabó ciertamente devorado por la esclavitud que le suponía no ser considerado actor por encima de su belleza, condenado durante muchos años a películas mediocres que no aportaban nada a quien fue propietario de los ojos más enigmáticos de Francia. Quizá habría que verle de nuevo y darse cuenta de que encarnó una rebeldía mucho más cercana por la que otros iconos son más que conocidos. Él mismo lo decía: “Yo no soy una estrella. Soy un actor. He estado luchando durante muchos años para hacer que la gente olvide que sólo soy una cara bonita. Es una lucha muy difícil, pero acabaré ganando. Quiero que la gente se dé cuenta de que, por encima de todo, soy un actor, un profesional que ama cada minuto que pasa delante de la cámara y una de las personas más desgraciadas del mundo cuando el director corta”.
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