No
es poco corriente que un escritor comience a encontrar callejones sin salida
para expresar en un papel lo que quiere transmitir. A veces, es necesario vivir
lo que se escribe. En otras ocasiones, también lo es escribir lo que se vive.
Ensayar situaciones para comprobar la lógica de algunas reacciones, lo ajustado
de los acontecimientos narrados, la comprobación inequívoca de que, dentro de
la ficción, hay algún viso de realidad. Por supuesto, la tentación de
apropiarse de una obra ajena para conseguir una fama, aunque sea algo
espectral, es muy fuerte. Escribir no es fácil, a pesar de que mucha gente crea
que sí lo es. Hay demasiadas trampas impuestas por unas reglas establecidas de
antemano. Y no siempre vale terminar con unos puntos suspensivos. Generalmente,
sobran dos.
Así que el papel no es
más que el resultado final de esa investigación vital que puede sobresalir por
cualquier coma. Es dulce pensar que se ha llegado a la fabricación de algo que
puede gustar al común de los mortales cuando el ingenio tiene tantas
dificultades para hacerse presente. Es casi como aplicar el Método de la
actuación a la tortura de encadenarse al teclado para que un asesinato parezca
real, para que un criminal posea una mirada aviesa que no se puede ver, para
que una víctima se materialice con sus defectos y sus virtudes, para que, en
definitiva, todo el mundo pase por una librería y gaste su dinero en aquello
que uno haya podido pergeñar.
El director David
Marqués se adentra por terrenos que ya ha visitó en su día el gran Julio Coll
con esa obra olvidada que se llamó Ensayo
general para la muerte y, por supuesto, destila una gran admiración por ese
juego de superioridad y humillación que se describe en la magistral La huella, de Joseph L. Mankiewicz. El
resultado es una película que exige atención y participar en el engaño de
mentira y ficción, de realidad y mal que ponen en marcha tres personajes con
ambiciones diferentes, pero igualmente peligrosas. Diego Peretti aporta eficacia.
José Coronado, inquietud. Cecilia Suárez, elegancia. Tan sólo hay que poner
algún reparo en ese supuesto fleco suelto que los personajes expresan y que, en
realidad, es un agujero del tamaño de un punto final. No molesta demasiado,
porque, tal vez, sólo se cae en ello si se reflexiona detenidamente sobre ello
y es fácil perdonarlo. Al fin y al cabo, se ha caído en la trampa de un
argumento lleno de giros, con sorpresa final y burla incluida. Quizá como todos
y cada uno de los lectores y curiosos que se acercan siempre a la presentación
de un libro con la ilusión de que allí hay algo que puede merecer la pena.
Mientras tanto, las tumbas hablan con sus bocas gigantescas, exhalando gritos de literatura y crueldad dentro de un misterio que habla por sí solo. El anonimato, ya se sabe, es acogedor, pero, también, indiferente. Y cuando se escribe, en casi todos los casos, se quiere tener la oportunidad de parecer interesante, de mostrar algo que demuestre que se ha hecho algo que nadie más ha hecho antes. No siempre se consigue, pero el vértigo del riesgo es un canto de sirena y no hay ningún mástil al que amarrarse. Los puntos suspensivos dibujan todas aquellas razones que no pudieron argüirse, todos esos sobrentendidos que no fueron explicados, todas aquellas sorpresas que tuvieron que ser descubiertas por los incautos que se acercaron a mirar. La literatura, ya se sabe, en sí misma, es un asesinato. Siempre describe aquello que yace en el interior de quien está en el teclado, o detrás de la pluma, o golpeando la máquina de escribir. Yo ya estoy llenando una copa de vino mientras escribo estas líneas. Me he pasado a él. Y noto que, en el fondo del paladar, hay un sabor que tiene el inconfundible matiz de la sospecha.
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