Es
fácil conectar con otras personas cuando el ambiente es relajado, en un lugar
muy cercano al paraíso y cuando se descubre un sentido del humor peculiar y
cierta tendencia al riesgo. Al fin y al cabo, muchos de nosotros somos
auténticos pozos de frustración y estamos librando batallas secretas que minan
la moral y la actitud con arrolladora eficacia. Muchas veces se trata de salir
del estancamiento y respirar algo de aire puro, dejar salir las risas, algo que
cada vez somos menos capaces de hacer, degustar una buena cena o, simplemente,
exhalar desesperados gritos de desahogo al pie de un obelisco, testigo mudo del
presentimiento de que nos estamos equivocando, una vez más.
Los nuevos amigos
pueden tener costumbres que no nos acaban de agradar, o estar al día con
llamadas de atención que, en un principio, pueden no tener ninguna maldad y,
sin embargo, convertirse en serios retratos de la personalidad. El olor a
tierra mojada es tan dulce que, en muchas ocasiones, olvidamos que ahí fuera
hay un mundo cruel que nos espera, que nos reta, que nos vence una y otra vez,
que nos azota con miserias que no conseguimos alejar. Puede que, en realidad,
estemos sumergiéndonos en un pozo aún más profundo, más oscuro, más terrible,
más innombrable. Quizá el grito mudo de un niño sin lengua sea el signo más
elocuente del horror.
El director James
Watkins ya había demostrado que tenía algo que contar desde el lado más
tenebroso de la personalidad humana en Eden
Lake y en la notable La mujer de
negro y, en esta ocasión, huye del terror para adentrarnos en los rincones
más turbios de la mirada aviesa con una historia que, quizá, no tenga demasiada
lógica, pero que llega a ser bastante convincente. Se dejan uno o dos flecos que,
con toda seguridad, se han quedado en el suelo de la sala de montaje, pero
Watkins sabe jugar con cierta presteza la baza de James McAvoy en esos primeros
planos en los que el actor sabe mostrar la amabilidad y, al mismo tiempo, la
sombra de lo cruel pasa por delante de su expresión. Scoot McNairy, un
intérprete enormemente expresivo, también es eficaz en su retrato de
pusilanimidad y frustración mientras que MacKenzie Davis resulta exagerada en
muchos momentos aunque es muy efectivo que sea la que resuelve, prácticamente,
todas las situaciones planteadas. El resultado es una película aceptable, que
no pasará a la historia y que, probablemente, sea pasto del olvido en cuanto
desaparezca de las carteleras, pero que se deja ver incluso en su truculenta escena
final, desenlace que sí parece lógico entre tanta maldad sugerida que, en el
fondo, no lo es tanto.
Así que mucho cuidado en sus próximas vacaciones. Si alguien resulta excesivamente simpático y resulta demasiado dispuesto a trabar amistad, hay que desconfiar. Nunca se sabe cómo se va a comportar alguien a quien se ha dejado entrar en el corazón. Las personas deben conocerse y asegurarse de que el respeto mutuo y la complicidad existen diáfanamente. De lo contrario, podemos llevarnos enormes decepciones que, en el caso de la película, desemboca en un plan cuidadosamente articulado para unos propósitos diabólicos. Y si invitan a un fin de semana en una granja alejada de todo, cuidado. Allí nadie puede oír gritos, ni ver llamas, ni acudir en auxilio, ni compartir los descubrimientos de esta historia que oscila entre El ángel exterminador, de Buñuel, y Perros de paja, de Sam Peckinpah. Ya saben. Todos llevamos un león dentro. Aunque a algunos les cueste sacarlo con todas sus consecuencias.
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