martes, 10 de septiembre de 2024

LA TRAMPA (2024), de M. Night Shyamalan

 

Todos los que hemos sido padres somos conscientes de la inmensa satisfacción que proporciona ver a nuestros hijos felices porque les hemos dado lo que más desean. Por mucho que el acontecimiento o el objeto, en sí mismo, nos importe lo mismo que una escoba detrás de la puerta. Compartir un momento inolvidable, comprobar la sonrisa llena de felicidad o participar en algo que ellos creen fundamental, es uno de las mejores recompensas que se nos puede brindar. Por supuesto, detrás de ese instante de plenitud, yacen problemas que no se olvidan, urgencias que atenazan nuestra libertad y traumas que se esconden con cuidado para que nada pueda enturbiar el ambiente.

En este caso, tenemos a un amante padre de familia que ha preparado cuidadosamente ir a un concierto con su hija para asistir al típico espectáculo que prepara la Lady Gaga de turno, en este caso, Saleka Night Shyamalan, hija del director, para ser testigo de los gritos, desmayos, histerismos y bailecitos propios de la adolescencia y que, no obstante, tiene un pequeño trauma que le hace ser un asesino peligroso buscado por tierra, mar y aire y que se introduce, sin saberlo, en la boca del lobo porque el concierto en sí mismo es una trampa para cazarle. Las medidas de seguridad son impresionantes y él hace gala de una soberbia inteligencia tratando de buscar una salida para la coda final. Hasta ahí va todo bien. La película contiene tensión, ganas, una premisa muy atractiva y el tipo demuestra que no es un asesino cualquiera.

Sin embargo, el director Shyamalan ya no es lo que era. La película mantiene un nivel notable hasta el momento en que ese padre, acompañado de su adorada hija, se introduce en la limusina de la cantante en cuestión para evadir el control policial. Ahí al ínclito Shyamalan se le va la olla, traiciona todas las reglas que ha ido imponiendo durante toda la primera parte de la película y comienza a cometer errores de todo tipo. A saber, la estrella del pop, acompañado del psicópata y de su atribulada retoña, sale sin servicio de seguridad de ningún tipo. Además, la cantante hace demostración de una valentía increíble porque se introduce en la guarida del maníaco, conoce a su familia, ajena a la condición del padre de ídem, se suceden los giros de tuerca, a cada cual más delirante y todo se convierte en una trampa increíble que reserva, por supuesto, su carcajada para el final.

Y es que todo apesta a que la hija de Shyamalan, estrella de la música en ciernes, ha seducido a su padre (o viceversa) para que, con la excusa de una película con la forma y corte habitual que ha exhibido el director, se muestre el repertorio de canciones que es capaz de componer e interpretar y el amante padre se ha apresurado a hacer un guion que se le queda corto, se le queda incoherente, se le queda traidor y se le queda más bien tontorrón. Por el otro lado, se puede disfrutar bastante del trabajo de Josh Hartnett, un actor que ha destacado por su mediocridad, y que aquí tiene que barajar todo un rosario de expresiones resultando muy convincente cuando tiene que ser falsamente amable. Por el contrario, a Saleka Night Shyamalan lo de actuar le viene grande. Es incapaz de sostener un primer plano, por mucho que dé el tipo de estrella de plástico y electrónica, y nada tiene demasiado sentido si se toma la película en su conjunto. Es como si se viera el lado totalmente opuesto de aquel director que planteaba cosas imposibles en la excelente Señales explicándolas con convicción y cuadrando todas las pistas que dejaba por el camino para convertirse en un chapuzas del nueve y medio que decepciona a mitad de película dejando toda la lógica planteada por él mismo en el cubo de las palomitas. Sí, lo sé, habrá muchos que se echen las manos a la cabeza por este último párrafo, pero es que yo soy así de psicópata… ¿no lo sabíais?

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