En ocasiones, la vida
sonríe tanto que se le pueden ver los dientes. Después de la guerra, un hombre
rehace su existencia con acierto. Tiene un negocio estupendo, una mujer
maravillosa, que le quiere y le pone por delante, y un hijo inteligente y
cariñoso. Todo va bien en el paraíso. Sin embargo, el pasado surge de forma
inesperada. Un antiguo compañero de armas, que compartió con él trinchera y
campo de prisioneros, aparece en la idílica ciudad en donde todo parece estar
en perfecto equilibrio. La oscura aparición del viejo camarada traza un
desolador paisaje de cobardía y de traición sobre unos días que no quiso contar
ni siquiera a su mujer. Al principio, parece no haber ningún peligro, pero
quizá haya algo de resentimiento y de rencor muy dañino en ese tipo que aparece
de la nada para destaparlo todo. El hombre se desintegra. Pierde la felicidad
para la que creía que había nacido y a la cual pensaba que tenía derecho. Puede
que, para la resurrección de un asunto tan turbio, la única solución sea pagar
a alguien para que haga un trabajo que debió de hacer él hace años.
Fred Zinnemann dirige
con maestría esta película, aumentando el volumen de tensión según va avanzando
la trama y con un reparto de enorme categoría con Van Heflin, Janet Leigh,
Robert Ryan y Mary Astor y articulando una estupenda historia de cine negro
razonablemente sazonada con unas gotas de suspense. Zinnemann, con un admirable
equilibrio, no deja de prestar atención hacia las secuelas menos amables del
combate, mientras otros intentan aprovecharse de mantener sus supuestas
hazañas. Los fantasmas del pasado acaban surgiendo y aparecen sombras en lo que
era una felicidad sólo aparente. La contraposición de los caracteres que
interpretan Heflin y Ryan acaban por hacer que, en algunos momentos, la
película sea realmente fascinante.
De algún modo, parece como si los demonios de un tiempo que nunca debió ocurrir intentaran ser exorcizados con una historia de venganza sin redención. El aire de realismo con la extraordinaria fotografía de Robert Surtees parece llevar en volandas al espectador hasta un final que puede causar consternación. Los pecados, al fin y al cabo, acaban pasando factura. Y el espectador debe estar ahí, rellenando los huecos que faltan porque no merece la pena rememorar lo que pasó años atrás en ese maldito campo de prisioneros. Tal vez porque la supervivencia valía más que cualquier otra cosa, incluso la vida de algunos compañeros. O puede que, en el fondo, todos creemos que, con el destino mediante, los acontecimientos acabarán por recompensar esa terca intención de sobrevivir. El juego del gato y del ratón comienza años después de salir de la ratonera y la única manera de superar los errores es tratando de olvidar. Hasta que alguien que salió dañado de uno de esos errores aparece de nuevo, como un árbol plantado en mitad de la calle, de improviso, sin más intención que cobrarse una deuda que lleva demasiados años generando intereses. Y lo peor de todo es que no sólo te arrastra a ti, sino que también lo hace con todo aquel que te rodea en esa felicidad que estuvo construida sobre cimientos de sangre.
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