viernes, 20 de septiembre de 2024

MÁS PODEROSO QUE LA VIDA (1956), de Nicholas Ray

 

Ed Avery se emplea a fondo para sacar adelante a su familia. Está enamorado de una mujer con mucha clase y tiene un hijo que le adora. Tiene que trabajar muchas horas porque su sueldo de maestro no da para mucho y debe completarlo con algunos viajes en taxi, pero, en el fondo, sabe que es afortunado. Sin embargo, algo va mal. Siente dolores, náuseas, malestar y, a veces, un intenso sufrimiento que le dura unos instantes. Es una rara enfermedad que le puede llevar a la tumba y sólo la cortisona puede aliviar lo que siente y demorar sin plazo la evolución de la enfermedad. Ed cree que todo está arreglado, pero no es así. En ese momento, es cuando comienza su verdadero infierno.

La droga produce efectos psicóticos y donde había armonía, todo se vuelve pesadilla. Ed se engancha a la cortisona. Y empieza a odiar a su familia. Ya no quiere tanto a su mujer y no muestra cariño. Su sarta de exigencias con su hijo resulta absurda en algo tan aparentemente divertido como el béisbol. Todos ven extraños comportamientos que no cuadran con su carácter. Incluso un compañero, su gran amigo, se da cuenta de que Ed ha iniciado una cuesta abajo de la que le va a ser muy difícil regresar. La tremenda lógica interna de Ed, monstruosa para los que la ven desde fuera, no es fácil de rebatir. Sus exigencias van en aumento, su obsesión por una perfección utópica le agudiza la esquizofrenia. La cortisona es peor que la enfermedad. Si Ed va a ser esa persona irrazonablemente exigente con todo, si es incapaz de derramar ni una sola gota de ese cariño que ha derrochado hasta el momento, si lo único que desea es alejar a los que bien le quieren, casi es mejor que deje de tomarla.

Una de las pocas películas que abordan el tema de la adicción a las drogas en los años del Hollywood dorado resulta especialmente dolorosa en la interpretación siempre inteligente de James Mason, porque dota a su personaje de esa lógica aplastante que, sin embargo, le convierte en un asesino en potencia. Nicholas Ray dirige con elegancia un tema que, rara vez en el cine, ha sido tratado sin sordidez. Barbara Rush está espléndida y bellísimamente fotografiada. Walter Matthau resulta estupendo como ese amigo que todos deseamos tener cuando estamos acurrucados en un rincón por el alcohol o algo peor. El resultado es una magnífica película que sólo resulta lastrada por el Technicolor porque ofrece una imagen idílica dentro de ese infierno personal que recorre el protagonista. No obstante, el guión es inteligente; las interpretaciones, ajustadas; la dirección, sobria y la sensación de incomodidad es latente en todos aquellos que se acercan a ver los desatinos mentales que provocan las drogas en un hombre normal, luchador, amable, comprensivo y trabajador. Nada de eso queda cuando el componente alucinógeno se instala de forma permanente en el interior de cualquier persona. La primera víctima de la adicción es la propia mente.

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