jueves, 12 de septiembre de 2024

BITELCHÚS BITELCHÚS (2024), de Tim Burton

 

Bitelchús, Bitelchús, Bitel…no, no lo voy a decir, no sea que tenga una entrada directa a la sala de espera y me den un ticket de atención con el número de trescientos y pico de millones. A ver, que sí, que esa oficina con distintos departamentos en la que se clasifica a los muertes tiene su aquel, porque, al fin y al cabo, si la vida es una broma de muerte, la muerte debe ser una broma de morirse. Si encima anda por ahí el diablillo que hace que todo sea un chiste, entonces el asunto se vuelve más gracioso que de costumbre. Más aún si ese individuo lo que quiere es ser amado en el ambiente más lúgubre del otro lado. Ay, amor, amor, incluso se manifiesta cuando ya no queda nada más que la eternidad.

Y es que debe ser duro decir por activa y por pasiva que ves fantasmas por todos los rincones y no te cree ni tu propia hija. El mundo es cruel, porque nos arrebata a los seres más queridos cuando uno menos se lo espera. La muerte, en el fondo, es un vodevil de cicatrices, heridas espantosas, funcionarios jibarizados y escenas de musical mortuorio. Mientras tanto, aquí, en este valle de lágrimas también existen formas de tortura muy parecidas a la muerte. De alguna manera, parece como si el destino se empeñara en entrenarnos para lo que viene después. Y, desde luego, es un preparador exigente, que no se detiene en piedades ni en esas otras tonterías propias de una religión hecha por hombres con lo cual, evidentemente, tiene muy poco de divina.

De paso, en ese tránsito que todos debemos atravesar, se destilan algunas críticas de colmillo sacado sobre la infantilidad, la marginación, el fingimiento, las apariencias, los engaños y la terrible forma en la que el hado se afana en pasarnos a mejor vida, o a mejor muerte, según se mire. En todo caso, todo es un delirio que hace que cualquier decisión que damos se convierta en un pasito más hacia ese maravilloso Soul Train cuya última estación es la ultratumba.

Tim Burton vuelve a divertir con este cuento cómico de fantasmas, monstruos y vivales, con un buen elenco de actores que sustentan las continuas chanzas morbosas y deslizando una buena ración de esa estética tan particular que le ha hecho tan reconocible y culminando con una banda sonora muy cuidada que remite directamente a los años ochenta, especialmente con ese número final de nupcias nunca celebradas al son de la maravillosa MacArthur Park, escrita por Jimmy Webb y cantada por primera vez por el actor Richard Harris, aunque es mucho más sonada la versión que Donna Summer realizada en 1978. Mientras tanto, podemos apreciar el talento cómico de Catherine O´Hara, la presencia grapada de Monica Bellucci, la aparición especial de Danny de Vito y la comprobación fehaciente de que la magia que había en el rostro de Wynona Ryder se ha esfumado con los años.

El resultado es una película divertida, que no defrauda, que, tal vez, se halla un escalón por debajo de su primera parte porque, sin duda, se ha perdido el elemento sorpresa. Hay buen ritmo, sucesión de chistes tomándose la muerte a chirigota y, por supuesto, esa mirada siempre cómplice de Burton hacia los que están fuera de lo común, llamado habitualmente sociedad. Volvemos a las maquetas, a lo imprevisible, a una presentación estupenda, a un Michael Keaton que sigue estando irreconocible debajo del maquillaje del diablillo bromista, aunque quizá algo menos ocurrente. Se echa de menos a Jeffrey Jones, inolvidable Emperador Francisco José de Amadeus, pero se suple con imaginación y creatividad. Y, sin dudarlo ni un momento, no es la mejor película de Tim Burton, pero, desde luego, es mucho más graciosa que Sombras tenebrosas y saludablemente menos ambiciosa que Alicia en el país de las maravillas. Ya se sabe. Si van a verla, cuidado con las tumbas de tierra removida y pónganse a bailar cuando se dispongan a subir al último tren.

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