miércoles, 18 de septiembre de 2024

LA PASIÓN DE JUANA DE ARCO (1928), de Carl Theodor Dreyer

 

Todo el sufrimiento, la desorientación y la búsqueda están en la mirada. En los ojos de una joven de diecinueve años se halla el cielo mirando al infierno y a la infantil y despiadada justicia de los hombres. La doncella de Orléans está siendo juzgada por blasfemia, despreciando su liderazgo frente a los ingleses y ella sólo busca la respuesta en Dios, ese mismo que la abandona sin redención posible porque debe pagar como mártir lo que consiguió como mujer. Los inquisidores son implacables y persiguen la retractación. Ella no es criatura de Dios. No combate en su nombre. No es una enviada divina. Sólo es una palurda de campo que ha tomado las armas en su nombre y, con un coraje y un empuje inusitados, echa de Francia al invasor. Tal vez Juana tenga que morir para que la multitud se dé cuenta de lo que cuesta defender aquello en lo que se cree. A pesar de ello, la chica tendrá un momento de debilidad porque llegará a retractarse. Sin embargo, en la inspiración de su lucha llegará la luz. El martirio en forma de hoguera mientras el pueblo clamará por ella, sufrirá con ella y se quedará quieto, expectante, lamentoso e inútil.

Carl Theodor Dreyer decidió dirigir la película en una continua exaltación de primeros planos, sin apenas dejar sitio a los escenarios. Los severos rostros de los jueces contrastan en los paisajes de inocencia sin respuestas de la acusada. La pena, el sacrificio, la verdad sin ambages, la evidencia a través del dolor, lo terrible de las llamas devoradoras…todo lo hace Dreyer acercando la cámara para que podamos asomarnos levemente al alma de los personajes. La mayoría de ellos, rechazables. Sólo Juana y su mirada que planea desde la pena hasta la muerte cuenta con la simpatía de la cámara y, por tanto, del espectador. La metafísica se hace película en esta ocasión y la mirada se hunde en las profundas arrugas de los inquisidores que juzgan sin compasión, con el único fin de reivindicar el nombre de Dios que no puede ser tomado más en vano. No hay purificación, no hay nada. Sólo cinismo y pequeñas comisuras de los labios dibujando su triunfo en una mueca de retorcimiento del poder. Juana debe morir. No cabe otra solución salvo que se retracte. Nadie combate en el nombre de Dios salvo la propia iglesia. Y eso lleva a la perdición del ser humano.

Así, con los paisajes de rostros vistos muy de cerca, asistimos a la abyección del alma humana, deseosa de la piel quemada en pos de una razón que no existe porque la acusación entra en el absurdo. Juana es humillada, es torturada, es ofendida, vilipendiada, masacrada y ardida. Y se permite con bendiciones de por medio. Como si la inteligencia fuera sólo patrimonio del hábito. El pueblo, ignorante abandonado a sus propias emociones, gritará a favor de Juana. De alguna manera, también arderá a su lado…y cuando su cadáver calcinado inclina la cabeza en signo de derrota definitiva, algo también muere en nuestro interior porque querríamos ver a otros en su lugar.

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