Todo el sufrimiento, la
desorientación y la búsqueda están en la mirada. En los ojos de una joven de
diecinueve años se halla el cielo mirando al infierno y a la infantil y
despiadada justicia de los hombres. La doncella de Orléans está siendo juzgada
por blasfemia, despreciando su liderazgo frente a los ingleses y ella sólo
busca la respuesta en Dios, ese mismo que la abandona sin redención posible
porque debe pagar como mártir lo que consiguió como mujer. Los inquisidores son
implacables y persiguen la retractación. Ella no es criatura de Dios. No
combate en su nombre. No es una enviada divina. Sólo es una palurda de campo
que ha tomado las armas en su nombre y, con un coraje y un empuje inusitados,
echa de Francia al invasor. Tal vez Juana tenga que morir para que la multitud
se dé cuenta de lo que cuesta defender aquello en lo que se cree. A pesar de
ello, la chica tendrá un momento de debilidad porque llegará a retractarse. Sin
embargo, en la inspiración de su lucha llegará la luz. El martirio en forma de
hoguera mientras el pueblo clamará por ella, sufrirá con ella y se quedará
quieto, expectante, lamentoso e inútil.
Carl Theodor Dreyer
decidió dirigir la película en una continua exaltación de primeros planos, sin
apenas dejar sitio a los escenarios. Los severos rostros de los jueces
contrastan en los paisajes de inocencia sin respuestas de la acusada. La pena,
el sacrificio, la verdad sin ambages, la evidencia a través del dolor, lo
terrible de las llamas devoradoras…todo lo hace Dreyer acercando la cámara para
que podamos asomarnos levemente al alma de los personajes. La mayoría de ellos,
rechazables. Sólo Juana y su mirada que planea desde la pena hasta la muerte
cuenta con la simpatía de la cámara y, por tanto, del espectador. La metafísica
se hace película en esta ocasión y la mirada se hunde en las profundas arrugas
de los inquisidores que juzgan sin compasión, con el único fin de reivindicar
el nombre de Dios que no puede ser tomado más en vano. No hay purificación, no
hay nada. Sólo cinismo y pequeñas comisuras de los labios dibujando su triunfo
en una mueca de retorcimiento del poder. Juana debe morir. No cabe otra
solución salvo que se retracte. Nadie combate en el nombre de Dios salvo la
propia iglesia. Y eso lleva a la perdición del ser humano.
Así, con los paisajes de rostros vistos muy de cerca, asistimos a la abyección del alma humana, deseosa de la piel quemada en pos de una razón que no existe porque la acusación entra en el absurdo. Juana es humillada, es torturada, es ofendida, vilipendiada, masacrada y ardida. Y se permite con bendiciones de por medio. Como si la inteligencia fuera sólo patrimonio del hábito. El pueblo, ignorante abandonado a sus propias emociones, gritará a favor de Juana. De alguna manera, también arderá a su lado…y cuando su cadáver calcinado inclina la cabeza en signo de derrota definitiva, algo también muere en nuestro interior porque querríamos ver a otros en su lugar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario