martes, 27 de octubre de 2020

EL HOMBRE DE LAS MIL CARAS (1957), de Joseph Pevney

 

Tal vez haya que disfrazarse y esconderse bajo toneladas de maquillaje para mostrarse como uno es en realidad. Lon Chaney fue un actor que estuvo marcado desde pequeño por el fantasma de la genética debido a que sus padres eran sordomudos. Y, como no podía ser menos, fue una estrella de cine de terror de la época silenciosa. Componía magistralmente unos personajes imposibles desde el lado físico y trataba de comunicar todo lo que podía sin palabras. Era un experto en todo ello. Temió tener hijos porque podían ser también sordomudos y arrastraba el tormento del saberse, en su interior, como un monstruo que traspasara una tara genética a sus descendientes. Y actuó. Actuó mucho. Con una mímica corporal impresionante, enseñando deformaciones físicas y mentales, tratando de exorcizar los demonios que le perseguían. Y murió con el cine sonoro, irónicamente, con un cáncer en la garganta, impidiéndole hablar.

James Cagney, más conocido por otras interpretaciones, realiza un maravilloso trabajo dando vida al actor. Incluso cuando se entierra en maquillajes monstruosos, aún vemos al intérprete transmitiendo un buen puñado de sensaciones y sentimientos, siempre perdidos tras la máscara de la estrella. Aunque la historia tiene sus fantasías, como el modo en el que fallece Lon Chaney o la algo infantil secuencia en la que presenta a su primera esposa a sus padres, podemos acercarnos al personaje con sinceridad y cierta fascinación. A su lado, la siempre brillante Dorothy Malone, la estupenda Jane Greer o al más tarde célebre productor Robert Evans dando vida al mismísimo Irving Thalberg. La fotografía en blanco y negro de Russell Metty es, simplemente, perfecta. Hay muchas razones para no dejar pasar este biopic sobre un actor que ya casi nadie recuerda.

Y es que habría que traer de nuevo a la memoria a ese fenómeno de la Naturaleza que aterrorizó a muchos en películas como El fantasma de la Ópera o El jorobado de Notre Dame, con una vida que, en muchas ocasiones, se acercaba con demasiada veracidad hacia el melodrama, acompañándole en su trayectoria desde el vodevil al cine, con renuncias terribles y éxitos extraordinarios. El aprendizaje del lenguaje de signos, la creación de almas torturadas para el cine que no se hallaban tan lejos del propio actor, el retiro a un lugar tranquilo antes que al ruidoso y falso Hollywood y la certeza de que ese lugar era un sitio donde trabajar y no un estilo de vida, están presentes a lo largo de todo el largometraje, que nos acerca a un hombre con mil caras en el cine y que todas ellas tenían algo de la única y verdadera que él poseía.

No hay que volver la vista ante tantos monstruos. Hay que interesarse por el alma que yace en todos ellos. Tal vez, la película no se detiene demasiado en la recreación de escenas míticas del cine de terror porque prefiere centrarse en la vida siempre zarandeada de una leyenda y es una decisión discutible, pero Cagney nos adentra en todo lo que es capaz de hacer un maravilloso actor.

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