viernes, 30 de octubre de 2020

HOLA, MÍSTER DUGAN (1982), de Herbert Ross

 

La vida, en ocasiones, no es más que un callejón sin salida en el que llueve sobre mojado. Cuando todo parece ir mal y los problemas se convierten en la rutina, aparece una figura del pasado que estaba olvidada e, incluso, enterrada. Es una simple llamada en la puerta. Con una larga gabardina negra y un sombrero. Mucho cariño se fue por ese desagüe. Y aparece para proporcionar algunos momentos de felicidad. Todos aquellos que no pudo regalar cuando era su obligación. El señor Dugan vuelve y quiere que haya sonrisas, que la amargura se destierre del hogar de aquellos a los que más ha querido. En realidad, siempre guardó ese amor para ellos, pero la vorágine de los negocios no demasiado recomendables impidió cualquier asomo de ternura.  En una maleta, guarda todos los sueños y pretende hacerlos realidad en un último suspiro. Ya casi no queda tiempo y no quiere irse con un mal recuerdo en la memoria de los demás. Es hora de que su hija tenga un coche como es debido. Es el tiempo adecuado para que su nieto comience a ganarse la autoestima y disfrutar de algún pequeño triunfo. Incluso le cae bien ese policía que está rondando a la niña de sus ojos porque es un tipo honrado y tenaz, con todos los inconvenientes que eso conlleva. No se puede devolver nada. Ni siquiera el perro. Max Dugan no ha venido para quedarse, pero, de alguna forma, permanecerá.

Esta es una película deliciosa. Con buen humor y excelentes diálogos. Bien interpretada por Marsha Mason, Matthew Broderick, Jason Robards y Donald Sutherland, el espectador participa de los sentimientos de todos ellos con una sonrisa y una mirada relajada, sabiendo que, a veces, basta con plantar una semilla de felicidad para que sea algo más perdurable que un simple abrazo. Se trata de hacer posible lo imposible, de quitar esa sensación de nerviosismo persistente y de mostrar que la vida, más allá de las comodidades, también ofrece algo de vez en cuando. Herbert Ross dirige sin grandes exhibiciones y Neil Simon escribe con su habitual destreza sin perder ese punto agudo que hace que todo suene diferente. El resultado es intrascendente y volátil, pero terriblemente atractivo. Con sus dibujos de presentación, con esos actores despojados de afectación, con el interés de saber cuál es la próxima sorpresa.

Y es que hay momentos que deberían estar siempre presentes. No importa que el pasado haya sido un espacio vacío porque, con suerte y voluntad, se puede rellenar con el gesto relajado y las ganas de hacerlo bien. Hay que retirarse cuando es necesario y aceptar la derrota y arremeter, también, con toda la fuerza cuando la vida aprieta más de la cuenta. No hay que rendirse. Sólo sobrevivir con los ojos entornados y el corazón amable. Tal vez así seamos capaces de hacer felices a los demás dejando de lado nuestros propios egoísmos. Max Dugan lo sabe muy bien y cambia un hogar de arriba a abajo y lo crea de nuevo tal y como debió ser desde el principio. Él sí que supo batear con sabiduría cuando le lanzaron la bola de sus últimos días.

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