martes, 6 de octubre de 2020

UN GRITO EN LA NIEBLA (1960), de David Miller

 

En la bruma se esconden todos los sueños y todos los temores. Se pueden escuchar voces amortiguadas por el agua en suspensión, ruidos extraños sin imagen, pasos que parecen provenir de cualquier dimensión, miedos que reverberan en la humedad que se siente en la piel. De pronto, una amenaza, el pánico, un momento de prisa, una eternidad en llegar y todo parece que ha sido una simple pesadilla del momento. Algo propio de un ambiente fantasmagórico que no deja de ser real. Más vale refugiarse en casa porque allí no puede pasar nada malo.

Americana, sin lazos en Londres, sólo enamorada de un marido extraordinariamente elegante, siempre atento, con la palabra justa en la boca y el cariño presto en la caricia. La soledad acucia en una ciudad que se presenta gris e inhóspita, sólo con tiendas, sólo con el lujo de la belleza acomodada. Quizá sea agradable, aunque algo misterioso, el encargado del andamio, porque hay algo en su mirada que no termina de ser acogedor. Viene la tía, una mujer inteligente, para hacer compañía y siempre es una ayuda. No es la típica pariente pesada y pegajosa, sino que tiene sentido del humor y mucho cariño para regalar. Y luego está él, el marido, apenado en sus miradas, atento en sus actitudes, caballero en sus maneras. Londres puede llegar a ser un lugar demasiado frío, demasiado húmedo, demasiado vacío, lo suficiente como para ser la guarida perfecta de una voz que suena mecánica, insidiosa, lujuriosa y homicida. Grite, señora, grite. En la niebla nadie podrá oírla.

David Miller dirigió con precisión esta estupenda pieza de misterio con Doris Day en el papel protagonista y acompañada por tres pesos pesados como Rex Harrison, John Gavin y Myrna Loy. Muchos han creído ver a Hitchcock en algunos de sus compases, pero el uso del color y de los ambientes londinenses recuerdan su cercanía a la maravillosa A 23 pasos de Baker Street, de Henry Hathaway, con algún punto de contacto en la trama. Por lo demás, la película mantiene con pericia la tensión, aunque, tal vez, sea algo previsible en algún momento. Lo cierto es que participamos de la angustia de esa dama americana atrapada en una ciudad casi escondida por la niebla y a la que van dirigidas unas cuantas palabras dichas que no son, ni mucho menos, pronunciadas al azar. El miedo entra muy fácil por los oídos, por las puertas y por las ventanas y, una vez dentro, es muy difícil espantarlo. Tanto que, en muchas ocasiones, se lleva por debajo de la piel y comienza a dibujarse un inquietante gesto en el rostro, como si la muerte contabilizara la víctima en su particular libro de inventarios y balances.

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