El destino, a veces,
llama a la puerta. Y en esta ocasión, el equívoco va a ser grande. Ese tipo que
dice llamarse Slevin Kelevra no es Nick Fischer y, sin embargo, todo el mundo
está empeñado en que lo sea. El problema es que Nick Fischer debe ciertas
cantidades de dinero y, si no paga, va a tener que hacer algún trabajito a los
acreedores. Empezar con la nariz rota no es un buen comienzo. Y menos aún si la
rompen dos veces. Así que, armado con una toalla y unas pantuflas, allá que va
Slevin que, por otra parte, parece muy poco preocupado por todo lo que le está
pasando. Incluso se está ligando a la chica de enfrente como quien no quiere la
cosa. Tendrá que ir a ver al Jefe y al Rabino, que son dos individuos que ahora
son enemigos, pero que, en tiempos no muy lejanos, eran socios. Y todo porque
han matado a un corredor de apuestas al que el tal Fischer le debía dinero. Es
todo demasiado sucio, es todo demasiado grande y, lo que es aún peor, es todo
demasiado erróneo.
Así que será cuestión
de ponerse a trabajar porque no hay manera de convencer a esos tipos que Slevin
es quien dice ser. Detrás de todo ello, también anda un asesino profesional que
pretende que Nick Fischer haga los trabajos para los que se han contratado sus
servicios. Tal vez todo sea un shuffle
de Kansas, o sea, un embuste, un amaño…o la seguridad de que el caballo
favorito se va a caer en plena carrera. Todo tiene una explicación, pero va a
ser difícil de encontrar porque será una trampa, dentro de un enigma que, en
realidad, es un acertijo.
Con una puesta en
escena sofisticada, Paul McGuigan (que años después sorprendió a todo el mundo
con una película tan alejada de ésta como Las
estrellas de cine no mueren en Liverpool) dirige con precisión, con
transiciones imaginativas y cuidadosas que hacen que la sorpresa no deje de
instalarse en la historia. Incluso, en un alarde de sabiduría, hace que un
actor habitualmente soso e intrascendente como Josh Hartnett dé lo mejor
aunque, tal vez, también ayuda que esté rodeado de nombres tan competentes como
los de Bruce Willis, Ben Kingsley y Morgan Freeman. En cualquier caso, El caso Slevin es una excelente
película, que se sigue con atención e interés, buceando en los intrincados
rincones del cine negro y de algunas vueltas de tuerca de cierta lógica, aunque
pueda adivinarse algo entre las charlas imposibles y las balas definitivas.
Es necesario preservar la propia identidad a costa de cualquier otra cosa porque, al fin y al cabo, es lo último que se debe perder. Y todo puede ocurrir por una bala que jamás se disparó, por una apuesta mal hecha, por una sociedad que no se puede romper así como así y por un tipo que tiene una especie de síndrome que le impide preocuparse por las cosas importantes. La vida es así. De vez en cuando, te encuentras con un individuo que no es quien tú crees y te falta aire para respirar.
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