Un
escritor suele ser alguien que trata de hacer realidades a partir de leyendas
porque, en el mismo momento en que comienza a reflejar en palabras todo lo que
tiene en el pensamiento, esa historia volátil, medio inventada, medio
tradicional y un cuarto de adornada, es un muestrario de imágenes para quien se
atreva a acercarse con sus ojos a lo que narra. Y todo ese inmenso trabajo,
debe hacerlo entre soledades y silencios, únicos compañeros en el radiante cielo
de la invención.
Quizá, en algún
instante del pasado, en un pueblo perdido del interior de Andalucía, ese
notario de la imaginación empieza a darse cuenta de que, allí mismo, hay muchos
más secretos y muchas más historias que las que él pueda pergeñar. En cada
rincón, un enigma. En cada palabra, un doble sentido. En cada pared encalada,
una invitación. Así que es hora de enfrentarse a la hoja de papel y empedrarla
de letras que lleven a alguna parte…aunque es posible que el final del camino
sea una invitación a la locura.
Los personajes
fascinantes se suceden, las noches guardan su misterio, el asesinato planea con
vigor porque, tal vez, el lugar no sea tan desconocido. Puede que la mente, ese
arma poderosa, esa mentirosa compulsiva, haga el resto. Y la leyenda tome forma
de frase, de párrafo, de capítulo y de obra. Sobre todo, de obra. No puede
haber tanta hostilidad burlona y oculta sólo para que no haya luz sobre los
secretos que todo el mundo sabe y nadie dice. Los perros aúllan. Los lobos
merodean. Las fantasías crecen. Y la sangre crecerá y ocupará el lugar del
polvo de los caminos.
Interesante historia
que podría pasar por un tenebroso episodio de La dimensión desconocida que deja un buen puñado de preguntas
situadas en ese indeterminado y difuso territorio entre la realidad y el sueño.
Macarena Astorga dirige con vigor aunque, en algún momento, el argumento puede
colear con pequeñas incoherencias que no empañan lo que, en todo instante, ha
querido decir. Buen trabajo de Javier Rey, que resulta creíble en la lucidez y
en la fantasía y estupendo el trabajo de todo ese elenco de actores que da
cuerpo y rechazo al pueblo, ahogado entre partidas interminables de dominó y
copas de rancio aguardiente. El resultado es curioso y algo más que aceptable.
Sin sustos, pero que va creciendo en inquietud y en miradas inquisitivas. Al
final, habrá que toparse con esa zona que está muy cerca de manifestarse justo
en la hora del lobo, como diría Bergman, aunque, sin duda, haya visitas a ¿Quién puede matar a un niño?, de Chicho
Ibáñez Serrador o a El resplandor,
del gran Stanley Kubrick.
Y es que en la nebulosa de los bosques fríos y en la valentía de los lugares oscuros es donde se encuentran las mejores historias. Esas mismas que plantean seres humanos con deformidades monstruosas y que no son sólo físicas. La naturaleza del horror se extiende hasta lugares que parecen esconderlo todo bajo las guirnaldas de un baile con charanga, o tras los vasos de Duralex en los que se sirve un licor del que es difícil huir. Incluso, a la orilla del agua, puede que unas cuantas beatas se paseen para dejar una ofrenda terrible con el fin de apagar la tradicional aparición del monstruo que puede venir la noche de San Juan, justo al lado del fuego y de las estrellas. Todo superstición y tontería y que, sin embargo, guarda algo de verdad en un lugar recóndito de la razón. El problema está en encontrarlo. Puede que esa misma razón que se ausenta desde hace muchos años por vivir lo más terrible se evada a algún lugar de acantilados y peces. Y, desde luego, allí habrá otro perro esperando para que el escritor, una vez más, convierta en realidad lo que sólo es una leyenda.
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