Los milagros, a veces,
hay que buscarlos. Luchar con la cruel naturaleza que no ha dado ningún don es
un combate que puede estar perdido de antemano. Sin embargo, hubo una maestra
que decidió seguir adelante a pesar de todo y fabricar ese milagro. Puso el
mundo a los pies de una niña a la que se había negado cualquier forma de
comunicación. Con paciencia, con infinita paciencia, con la certeza de que
estaba haciendo lo correcto y que hablar, aunque sea en un lenguaje de signos, es
la puerta de entrada al conocimiento y a todo un universo de sensaciones
impensables. Poder decir que se quiere o no algo, poder leer sin descanso,
poder ser a todas horas y, sobre todo, dejar de ser considerada el obstáculo,
el objeto inexcusable de la compasión, el amasijo de pataletas incontrolables y
de furia sin aparente sentido. Sí, los milagros, a veces, hay que buscarlos. Y
hay que hacerlo con la perseverancia como única inspiración.
Ana Sullivan es una
mujer de valor impresionante porque debe enfrentarse a todos. A la niña a la
que se ha premiado con un silencio aún mayor del que padece, a la familia que
considera que, sin posibilidad de intercambio comunicativo, se le debe dejar
hacer todo cuanto quiera porque no hay forma posible de decirle que no, a los
tiempos que niegan las capacidades de una enseñante que sabe lo que es perder
la vista y llenarse de limitaciones. Su historia está llena de coraje y
valentía, de bravura incansable, de obstinación que vence cualquier prejuicio.
Habla, Helen. ¡Habla!...Y Ana será quien te lleve de la mano a todas las
respuestas que siempre te has hecho y nunca has conseguido formular.
Esta película es
excepcional. No sólo porque el trabajo de Anne Bancroft y de Patty Duke está
fuera de todo nivel de comprensión, sino porque la dirección de Arthur Penn es
medida y, a la vez, está llena de un raro nivel de espontaneidad y de realismo
que se llega a pensar si las extraordinarias intérpretes están actuando o es
que, sencillamente, son así. Espléndidamente fotografíada en blanco y negro,
Penn nos describe la lenta escalada a una montaña que se presenta imposible y
que llega a sobrecoger con una situación de partida infinitamente cruel y con
un desarrollo abrumadoramente emocionante.
Y es que la tarea de enseñar, siempre difícil, costosa y tremendamente ingrata, se vuelve aquí una tortura de proporciones tan grandes que apenas es posible imaginarla. La maestra manda, pero da cariño. La maestra impone, pero también premia. La maestra enseña, pero exige. Y la alumna no quiere querer, simplemente, porque nunca la han querido. No quiere aprender, porque no sabe lo que es eso. No quiere nada porque lo desconoce. Sólo vaga perdida por su sórdido mundo de silencio cubierto de necesidades básicas. Sin color. Sin amor. Sin esperanza. Ana Sullivan no sólo hizo posible que ella se abriese al mundo y pudiera mirarlo en igualdad, sino que también hubiera un futuro para Helen Keller. Y eso es tan grande que merece detenernos, ver esta película y comprobar que el ser humano es capaz de lo mejor teniendo entre sus manos lo peor.
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