martes, 29 de junio de 2021

SOY UN FUGITIVO (1932), de Mervyn Le Roy

 

El sistema penitenciario es algo sobre lo que el pueblo no quiere pensar demasiado y, sin embargo, es vital que su funcionamiento sea el más adecuado. Un error en el sistema puede condenar a un hombre bueno a una vida de robo y asalto y, más aún, cuando los tiempos no invitan precisamente a pensar en un futuro halagüeño. Quizá la necesidad empuja a cometer un pequeño hurto y, a partir de ahí, todo viene rodado porque, una vez impuesta la pena, no se deja de ser presidiario. La gente mirará mal, no habrá oportunidades para retomar la vida normal. Los días se volverán cada vez más oscuros, la incomprensión irá creciendo y al final, ante la pregunta de qué es lo que vas a hacer sólo podrá haber una respuesta: robar.

James Allen luchó con valor en la Primera Guerra Mundial y, de alguna manera, espera que el país le recompense por ello. Al principio, consigue un buen trabajo como un hábil vendedor de maquinaria para la construcción, pero la vida, en su peor cara, sale de nuevo al encuentro y el paro y la crisis acaba con cualquier esperanza. A Allen no le quedan muchas salidas y tendrá que compartir fogata y pobreza y, en un error, todo el peso de la ley cae sobre él. Sí, porque la ley no tiene miramientos, ni se para en considerar las circunstancias personales del individuo, sólo se aplica. Y si la letra de la ley es dura, no hay nada más que apelar. Allen no se rinde y trata de escaparse. Y empieza de nuevo intentando ganar un sueldo honesto y verdadero. Hace amigos que no dudan en volverle la espalda cuando se destapa su pasado carcelario. Allen es un fugitivo, buscado en otro estado. Es inconcebible que haya conseguido escalar posiciones en una sociedad que tiene a los maleantes a buen recaudo. Tiene que volver a estar entre rejas y perderlo todo. Una vez más.

Después de más de ochenta años de su estreno, sorprende la modernidad de esta película, con su profunda carga de conciencia social y sus llamadas de atención y con la interpretación extraordinaria de Paul Muni en la piel de ese hombre que lo intenta y lo vuelve a intentar y todo le empuja hacia el sumidero. Las intenciones y las pruebas no bastan y la misma ciudad traga a todo el que se acerca con un pasado endeble. No hay perdón. Sólo castigo. Y el sistema, hermético y sordo, falla en ese preciso instante.

Toda la película guarda una enorme fuerza narrativa, probablemente debido a la vigorosa dirección de Mervyn Le Roy y al guión de Robert Burns, el verdadero James Allen, Howard Green, al que se le debe la escritura de Gloria de un día, y Brown Holmes, autor de otra fantástica historia de prisiones como 20.000 años en Sing Sing. Tanto es así que parece que nos adentremos en la oscuridad con el protagonista, compartamos su rabia, su ocasional mansedumbre, su terrible suerte y su imposibilidad de redención. Todos somos ese fugitivo porque no habrá indulto.

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