El destino, a veces, se
ríe de forma demasiado cruel. Un rumano, un hombre sencillo, sin más
aspiraciones que trabajar en su granja y cuidar de su familia, es llevado a un
campo de trabajo de los alemanes porque es judío. Sin embargo, por aquellos
recovecos insondables del hado, acaba siendo portada de una revista como una
perfecta personificación de los valores arios. Incluso, después de todo lo que
ha sufrido, entra en las filas de las SS. Por supuesto, todo puede ser tomado
de manera muy cómica, pero el caso es que tiene muy poca gracia cuando la
guerra acaba y los Aliados le acusan de colaboración con los nazis. Por el
camino, Johann Moritz acaba perdiéndolo todo. Volverá a reunirse con su mujer y
con sus hijos, pero ya no sabrá quién es y por qué ha pasado tanta burla y
humillación en un lado y en otro. Ahora, en ese momento, en esa estación en
algún lugar perdido de Rumania, es donde empezará su hora veinticinco, su
prolongación del día, su última oportunidad que nunca debió ocurrir.
Johann Moritz sólo es
un buen hombre, nada más. Nunca se ha planteado si los seres humanos son
diferentes por razón de sexo, de raza o de religión. Ni siquiera ha entrado en
sus parámetros de pensamiento. Él sólo quería su granja, su mujer, su familia,
el sol, el campo, la leche diaria, los callos en las manos y la nobleza en la
mente. La guerra, las personas, la insidia, la locura, las brumas más intensas
de la bajeza humana le sitian y, aunque le conceden esporádicas victorias, le
derrotan y le quiebran en el alma y en el espíritu. Ha pasado mucho desde que
salió de la granja y sabe que, aunque intentará reconstruir todo lo que ha
perdido, nada volverá a ser igual porque, sencillamente, él ya no es el mismo,
su mujer tampoco lo es y sus hijos son unos extraños, seres disueltos en el
polvo del camino que han desmenuzado su existencia por los acontecimientos. La
Historia, a menudo, sobrepasa a las personas.
Anthony Quinn imparte un par de lecciones de interpretación dentro de la piel de Johann Moritz. Perplejo, irritado, abandonado, rebelde, sumiso, rabioso, ignorante…Ese personaje atribulado que recorre media Europa y pasa de un bando a otro por un mero cálculo de apreciación casual es uno de sus grandes papeles. En la dirección, Henri Verneuil, que consigue un estilo austero y, a la vez, tremendamente vistoso, con algunas escenas realmente complicadas y siempre dentro de la sobriedad. Virna Lisi, en uno de sus papeles más dramáticos, da la medida de lo que guardaba realmente como actriz y, por si fuera poco, también hay una retahíla de secundarios de tronío entre los que destacan Michael Redgrave, Gregoire Aslan, el grandísimo Marcel Dalio, John Le Mesurier o Serge Reggiani. Todos ellos marchan para alcanzar esa hora veinticinco para el pobre Johann Moritz, Ulises del siglo XX que salió de Ítaca porque le señalaron y que jamás pudo volver porque nunca dejó de ser señalado.
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