martes, 31 de mayo de 2022

LA PRESA (1981), de Walter Hill

 

Sin duda, un cuerpo de las características de la Guardia Nacional es bastante chapucero. Es como si obligasen a sus miembros a participar en unos juegos de guerra uno o dos fines de semana al año e intentasen imitar, de una manera bastante ridícula, a los militares profesionales. Si, además de todo ello, resulta que la Guardia Nacional es de Louisiana y quiere hacer sus ejercicios de broma en medio de los pantanos, entonces el asunto resulta bastante más duro teniendo en cuenta que esa gente que se pone un uniforme le gusta hacer una guerra de mentira con sus balas de fogueo y sus órdenes fuera de lugar. Todo derrapa en una curva de las ciénagas. Esos inútiles de grito estúpido y mente enferma toman prestadas unas barquichuelas y, así, como quien no quiere la cosa, disparan con sus balas de fogueo a los lugareños. Ni siquiera saben que son gente muy ruda, sin apenas cultura, que creen que esas balas pueden ser de verdad y ellos tienen sus escopetas de caza porque tienen que arrancar la comida a las marismas. El mapa sirve de poco y esos soldaditos de juguete no saben ni dónde tienen la mano izquierda. Y pierden todo el sentido entre mosquitos, árboles mil veces repetidos y aguas estancadas. La muerte va a ser el enemigo. Y lo van a ver de cerca.

En medio de esa patrulla desnortada, parece que hay dos tipos que tienen una ligera idea de lo que se debe y no se debe hacer, pero son lentos de reacción. No pueden evitar que el problema genere en sangre. Y la caza se convierte en una huida. Ni siquiera cuando hay un atisbo de civilización se pueden encontrar a salvo. Perdidos, derrotados, agotados y sorprendidos, han tocado sensibilidades muy profundas del aislado sur. Hasta el propio pantano parece alzar sus tocones arrancados para hacerles entender que andan sobre cuchillos. Y el enemigo, más que ese que trata de cercarlos, es el compañero de al lado, ese mismo que no tiene el más mínimo sentido de la medida, ese mismo que no se para a pensar en nada y actúa primero y piensa después, ese mismo que es experto en levantar la ira de los que le rodean.

Estupenda película, algo irregular en algunos tramos, que dirige Walter Hill obligando a los actores a mojarse casi permanentemente en medio de ese pegajoso desierto de agua y árboles frondosos con Keith Carradine y Powers Boothe a la cabeza del pelotón. La violencia, servida con mucha contención y proporcionalmente a lo largo de todo el metraje, resulta casi inaguantable y casi se puede tocar ese ambiente frío y húmedo, salvaje y abrumadoramente inhóspito que sólo quiere dar muerte a los forasteros. Y es que todo se hará bajo el estampido seco y austero de las escopetas de caza, bajo la amenaza de unos tipos que creen que, por vestir uniforme, tienen permiso para arrollar, arrasar y aniquilar lo que les plazca. La razón perecerá ahogada en cualquier charco mientras las heridas se abren y el regreso tendrá la apariencia de una misión totalmente imposible. La presa sigue viva.


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