Sin duda, un cuerpo de
las características de la Guardia Nacional es bastante chapucero. Es como si
obligasen a sus miembros a participar en unos juegos de guerra uno o dos fines
de semana al año e intentasen imitar, de una manera bastante ridícula, a los
militares profesionales. Si, además de todo ello, resulta que la Guardia
Nacional es de Louisiana y quiere hacer sus ejercicios de broma en medio de los
pantanos, entonces el asunto resulta bastante más duro teniendo en cuenta que
esa gente que se pone un uniforme le gusta hacer una guerra de mentira con sus
balas de fogueo y sus órdenes fuera de lugar. Todo derrapa en una curva de las
ciénagas. Esos inútiles de grito estúpido y mente enferma toman prestadas unas
barquichuelas y, así, como quien no quiere la cosa, disparan con sus balas de
fogueo a los lugareños. Ni siquiera saben que son gente muy ruda, sin apenas
cultura, que creen que esas balas pueden ser de verdad y ellos tienen sus
escopetas de caza porque tienen que arrancar la comida a las marismas. El mapa
sirve de poco y esos soldaditos de juguete no saben ni dónde tienen la mano
izquierda. Y pierden todo el sentido entre mosquitos, árboles mil veces
repetidos y aguas estancadas. La muerte va a ser el enemigo. Y lo van a ver de
cerca.
En medio de esa
patrulla desnortada, parece que hay dos tipos que tienen una ligera idea de lo
que se debe y no se debe hacer, pero son lentos de reacción. No pueden evitar
que el problema genere en sangre. Y la caza se convierte en una huida. Ni
siquiera cuando hay un atisbo de civilización se pueden encontrar a salvo.
Perdidos, derrotados, agotados y sorprendidos, han tocado sensibilidades muy
profundas del aislado sur. Hasta el propio pantano parece alzar sus tocones
arrancados para hacerles entender que andan sobre cuchillos. Y el enemigo, más
que ese que trata de cercarlos, es el compañero de al lado, ese mismo que no
tiene el más mínimo sentido de la medida, ese mismo que no se para a pensar en
nada y actúa primero y piensa después, ese mismo que es experto en levantar la
ira de los que le rodean.
Estupenda película,
algo irregular en algunos tramos, que dirige Walter Hill obligando a los
actores a mojarse casi permanentemente en medio de ese pegajoso desierto de
agua y árboles frondosos con Keith Carradine y Powers Boothe a la cabeza del
pelotón. La violencia, servida con mucha contención y proporcionalmente a lo
largo de todo el metraje, resulta casi inaguantable y casi se puede tocar ese
ambiente frío y húmedo, salvaje y abrumadoramente inhóspito que sólo quiere dar
muerte a los forasteros. Y es que todo se hará bajo el estampido seco y austero
de las escopetas de caza, bajo la amenaza de unos tipos que creen que, por
vestir uniforme, tienen permiso para arrollar, arrasar y aniquilar lo que les
plazca. La razón perecerá ahogada en cualquier charco mientras las heridas se
abren y el regreso tendrá la apariencia de una misión totalmente imposible. La
presa sigue viva.
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