El
trabajo de un cortador ha de ser pulcro, paciente, impecable. Hay que tomar
medidas para adecuar esa futura tela al físico particular del cliente. Cortar
el patrón, manejar la tela y unirla con unos pespuntes de sabiduría. No es
fácil porque es necesaria la tranquilidad en la labor. Todo ha de quedar
cuadrado, impoluto. Con un final rematado. Con todos los problemas rugosos
obviados para que, de alguna manera, nazca esa nueva piel que se ajusta a las
características propias de cada uno. Aunque, por supuesto, de vez en cuando,
haya que rehacer alguna costura.
En una tienda perdida
en Chicago, un hombre huido de las elegantes tiendas de Saville Row trata de
hacer su trabajo con discreción, sin interferencias, con amor infinito por cada
uno de esos entramados de hilos cortados con tijera. También hay que planchar
con sumo cuidado, como si ese traje a punto de nacer fuera una obra de arte que
no va a poder ser imitada. Es un reflejo de la vida entre franelas y sedas, con
algodón y elegancia. Al fin y al cabo, sin darle demasiada importancia a nada,
el negocio exhibe un misterioso buzón en el que se depositan distintos recados
para un clan de irlandeses que, en su momento, ayudaron al sastrecillo. Y es
hora de alejar y desbastar las pelusas que se empeñan en afear la tela. Con
imaginación y con alguna que otra dosis de improvisación. Sólo que no se van a
ver los pespuntes. Esos mismos que se han ido hilvanando con sabiduría en el
último terno de moda.
La discreción, por una
vez, se va a convertir en un arma y Chicago se va a ver un poco más limpia bajo
la nieve. La mirada inteligente parece esconder alguna aguja punzante por
debajo de la manga y sólo hay que jugar con verdadera maestría. Para un sastre
que ha tocado todas las telas, eso será extremadamente sencillo. Todo en un
drama de un único escenario, como si fuera una obra de teatro, pero que eso no
llame a engaño. No dejan de pasar cosas, los diálogos se tornan acero entre
hebras y, quizá, el remate no sea todo lo perfecto que se pudiera desear, pero
si no se busca la perfección, nunca se llega a alcanzar.
Excelente película de
Graham Moore, con un enorme Mark Rylance en el papel principal, manejando
emociones y ambigüedades con sabiduría de cortador mientras a su alrededor van
apareciendo los personajes con sus propias ambiciones, ligeros de gatillo y
cegados por las posibilidades. Sólo hay un par de mentiras que se dejan colar
por indulgencia, porque el ritmo es excepcional, sin llegar a ser precipitado
en ningún momento. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que, para que el traje
luzca impecable, la precipitación está fuera de lugar. Las sorpresas se
suceden, los pasados salen a relucir y hay que jugar con agujas de plomo para
que todo resulte apasionante desde el principio. Y es que siempre hay que
desconfiar del mono que ve, oye y calla. Eso no quiere decir, en ningún
momento, que también sea tonto.
Así que, si deciden acercarse a verla, prepárense para una obra de teatro que, por una vez, toma al espectador por inteligente. No todo reside en la acción, porque esta vez es la inteligencia la que marca el paso. La noche se hará muy larga en la fría ciudad del crimen y las cosas van a cambiar rápidamente. Tanto como lo hace la moda de las estaciones. O como la desaparición de algunos negocios que dejan de funcionar de repente. Lo mejor es mantener la cabeza fría, las manos calientes para que no se desvíe la costura y dejar que las reacciones pongan el resto. El resultado es una sorpresa con sólo un elemento previsible, pero para saber cuál es tendrán que probarse el traje.
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