viernes, 20 de mayo de 2022

EL TERCER MILAGRO (2000), de Agnieszka Holland

 

Puede que los milagros sean el reflejo perfecto para que el creyente siga en la fe. Sin embargo, muy pocos son de verdad. Ese espejismo de hacer posible lo que es completamente imposible está siempre desmentido por unas razones o por otras. Y la misma iglesia se encarga de hacer una exhaustiva investigación, por mucho que, en otras circunstancias, se encargue de hacer santos a personas que lo más cerca que han estado del milagro es su propia vida. Y ahí, en medio de una encuesta que parece imposible, está el Padre Frank Shore, que ha elegido un rincón de la existencia en ninguna parte para plantearse un buen puñado de dudas. Le van a buscar para que certifique, una vez más, que alguien es santo porque hizo lo impensable. Y, sin embargo, él no está muy seguro de la existencia de Dios. Su alzacuellos puede que no sirva para nada. Sus creencias son tan débiles que cree ver  el amor al otro lado de la calle. Al fin y al cabo, es posible que así pueda probar por sí mismo el sabor de la santidad.

Al otro lado de la mesa, un cardenal no cree en los milagros por la sencilla razón de que tuvo la fortuna de presenciar uno y verdadero. Y no puede haber más. Son sólo fenómenos que puede explicar la ciencia, o la casualidad, o la causalidad. Y, desde luego, piensa que el Padre Shore no es el hombre más adecuado para investigar nada que tenga que ver con los milagros. Quizá y precisamente por su crisis de fe es un hombre que está deseando ver la obra de Dios hecha realidad. No, el padre Shore, no es el mejor relator posible.

Agnieszka Holland parte del mundo de la infancia para teñir los milagros del mundo adulto, tan lleno de dudas y mucho menos absoluto que el de los niños. Un día, en algún lugar donde sólo había muerte, se hizo vida y eso marca la existencia de los que tuvieron la fortuna de presenciarlo, de sentirlo como propio, de darse cuenta de que la inocencia infantil es mucho más poderosa que todos los rezos de un mundo de adultos tan ciego como perdido. En la piel del Padre Shore, maravillosamente interpretado por Ed Harris, se puede asimilar la sensación de abandono del principio en viaje hacia el encuentro con la verdad del final. La vehemencia de Armin Mueller-Stahl como el Cardenal Werner resulta comprensible y, seguro, alguien se alinea con él, con su modo de pensar instalado en el escepticismo, en la terquedad de quien sabe que los milagros no se producen así como así y que vivimos en un mundo que no es apto para la fe y, por tanto, tampoco para los milagros. Anne Heche trata de darle profundidad a un personaje que trata de ser fundamental y, no obstante, no lo es tanto y eso lastra un poco la película, pero, en el fondo, no cabe duda de que hay un cierto magnetismo en esta historia que se ocupa de la burocracia divina, de la oscuridad de una iglesia que, en muchas ocasiones, produce más ateos que creyentes y de la debilidad humana en la que es totalmente lícito llegar a la duda.

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