Uno
de los principales problemas en las adaptaciones de los relatos de terror de
Stephen King al cine es que siempre parten de premisas muy interesantes para
llegar a un desenlace flojo o, en todo caso, ciertamente decepcionante. Es lo
que nuevamente ocurre con esta puesta al día de Ojos de fuego, que ya fue trasladada a las pantallas en 1984 con
Mark L. Lester a los mandos y con Drew Barrymore, David Keith, George C. Scott,
Martin Sheen, Art Cartney y Louise Fletcher en el reparto.
En esta ocasión, el
director Keith Thomas no renuncia a esa vocación de Serie B que destila todo el
argumento y consigue algunos puntos de interés y, también, contiene unos
cuantos errores. Entre los primeros está el aceptable trabajo que realiza Ryan
Kiera Armstrong en el papel protagonista, elevando ligeramente la edad de la
niña de la que sale la ira del infierno a través de sus poderes de combustión
espontánea y algún añadido más. También es posible hallar escenas que resultan
eficaces en el terreno de la sorpresa. Sin embargo, hay mucho asunto sin
cerrar, como la terrible imprecisión sobre el malvado, cosa que no ocurría con
la anterior versión, interpretado por Michael Greyeyes, además de un final que
no se cree ni Stephen King con tres copas de más. Al final, el conjunto es
pobre, perdiendo fuerza a pesar de todo lo conseguido en su primera mitad que,
por si fuera poco, acaba por ser machacado sin conmiseración por la
sorprendente aparición como compositor de la banda sonora del mítico John
Carpenter.
Y es que, al fin y al
cabo, aquí se cuentan los problemas de una familia de super-héroes, con unos
poderes muy peligrosos si no se tiene un completo dominio de ellos. Las
forzadas inclusiones tecnológicas como justificante del aislamiento de la
familia de la protagonista son algo infantiles y se sale con una impresión de
vacío, de no haber visto realmente nada, a pesar de que había mucho sobre lo
que trabajar. El intento dramático de Zac Efron es bastante fútil y la
constatación de que una actriz competente como Gloria Reuben se ha equivocado
de cirujano plástico tampoco ayuda. Así, la mirada del espectador, se va
enardeciendo hasta que todo queda en una pira alimentada por la mentira. En
cuanto se aleja un poco la vista, la película arde por los cuatro costados.
No es fácil dominar
unos poderes tan fuertes y los puntos clave de la acción se resuelven como
quien no quiere la cosa. Hay énfasis en cosas que, luego, no tienen
importancia, y se desaprovechan otras que prometen mucho más de lo que dan. Y
es una pena porque el público suele ir a favor de Stephen King, pero salvando
tres honrosas excepciones como El
resplandor, de Stanley Kubrick,
Carrie, de Brian de Palma (película con la que ésta tiene más de un punto
de contacto) y Misery, de Rob Reiner,
hay muy poca sangre que rascar.
Cuidado con las miradas llenas de ira porque el descontrol puede ser el peor exterminador. Los poderes ocultos querrán hacerse con la felicidad de una familia para servir a sus oscuros intereses y la próxima trampa está en la siguiente curva del camino. Los maniquíes arden sin moverse, las bolas de fuego pasan como exhalaciones para destrozar y no tener piedad. Así es cómo se acaba con la inocencia, haciendo ver a los niños que el mundo de los adultos es sólo un conglomerado de ambiciones que acaba con los sueños de tranquilidad y armonía, algo, por otra parte, bastante recurrente dentro del universo del escritor. La muerte camina cerca y, probablemente, será fulminada con una mirada para que el espanto cruce hacia la próxima adaptación de un prometedor relato de terror.
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