miércoles, 25 de mayo de 2022

EL GUARDAESPALDAS (1963), de Jean Pierre Melville

 

Ya está bien de recibir golpes. Es hora de dar el definitivo. Eso es lo que piensa Michel Maudet después de dejar el cuadrilátero y de haber dado unos cuantos saltos en paracaídas para el ejército francés. Ahora es el guardaespaldas de un todopoderoso banquero que trata de dar el salto a Sudamérica y, a lo mejor, se puede morder algo por el camino. El golpe lo va a dar Michel. Por supuesto, el banquero lleva en el bolsillo a una vampiresa que también va a ser el objetivo de Michel. Y lo primero de todo es que hay que desarrollar una relación paterno-filial con el financiero. Estados Unidos será el escenario perfecto. El color invade los días negros y lo que haga Michel va a ser toda una incógnita. Y la lealtad va a jugar un papel importante.

Sin embargo, en contra de las apariencias, está sólo es una película de criminales, no sobre un crimen. Los personajes principales,  interpretados por Jean Paul Belmondo y Charles Vanel, están exhaustivamente trazados, con todas sus motivaciones al descubierto, moviéndose en un ambiente de huida y de ética en fuga. El director, Jean Pierre Melville, también se une a ese entorno y, de alguna manera, esto no parece una película suya. O, tal vez, dando la vuelta a las tornas, es demasiado personal. Melville, con esta película, languidece en la oscuridad, se adentra por territorios que no son nada habituales en él. Y eso, de algún modo, llega a decepcionar. No se halla por ningún lado al realizador vigoroso, apasionado por el cine negro americano que lo mezcla y lo reinventa, con éticas muy definidas que suelen desembocar en sacrificios, a menudo, incomprensibles a primera vista. Hay un cierto estilo documental en ese paseo por las calles de Nueva Orleans, hay algo suelto por aquí y allá que recuerda al vigoroso e impresionante director que ha regalado alguna de las mejores piezas del cine policíaco del siglo XX, pero también hay una sensación de que no está, o de que no estaba pensando en lo que hacía, o de que la noche cayó sobre su inspiración porque hasta los más grandes se rebajan a lo más pequeño alguna vez. Bajo la atmósfera quemada, bajo la simpleza de la trama, bajo el parco diálogo, bajo la intimidad de los monólogos, las ideas y los temas típicos de Melville parecen resurgir de un modo tan refinado que acaban por ser demasiado escurridizos, inaprensibles, indefinidos. Quizá la libertad tenga un par de cosas que decir en esta historia, pero eso será para aquellos que sepan verla y apreciarla. Y, también, fue una comprobación, por parte del director, de que, tal vez, estaba muy cerca del final de la línea después de unos cuantos títulos que entraron directamente en la vitrina mítica de cualquier amante del cine.

Y es que, con frecuencia, las cosas no son como las hemos imaginado. Y Michel va a verlo con sus propios ojos en este viaje imposible, que parece terminar en ninguna parte. La lentitud se adueña de la narración para describir que, entre padre e hijo, puede establecerse una guerra demasiado larga.

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