Ya está bien de recibir
golpes. Es hora de dar el definitivo. Eso es lo que piensa Michel Maudet
después de dejar el cuadrilátero y de haber dado unos cuantos saltos en
paracaídas para el ejército francés. Ahora es el guardaespaldas de un
todopoderoso banquero que trata de dar el salto a Sudamérica y, a lo mejor, se
puede morder algo por el camino. El golpe lo va a dar Michel. Por supuesto, el
banquero lleva en el bolsillo a una vampiresa que también va a ser el objetivo
de Michel. Y lo primero de todo es que hay que desarrollar una relación
paterno-filial con el financiero. Estados Unidos será el escenario perfecto. El
color invade los días negros y lo que haga Michel va a ser toda una incógnita.
Y la lealtad va a jugar un papel importante.
Sin embargo, en contra
de las apariencias, está sólo es una película de criminales, no sobre un
crimen. Los personajes principales,
interpretados por Jean Paul Belmondo y Charles Vanel, están
exhaustivamente trazados, con todas sus motivaciones al descubierto, moviéndose
en un ambiente de huida y de ética en fuga. El director, Jean Pierre Melville,
también se une a ese entorno y, de alguna manera, esto no parece una película
suya. O, tal vez, dando la vuelta a las tornas, es demasiado personal. Melville,
con esta película, languidece en la oscuridad, se adentra por territorios que
no son nada habituales en él. Y eso, de algún modo, llega a decepcionar. No se
halla por ningún lado al realizador vigoroso, apasionado por el cine negro
americano que lo mezcla y lo reinventa, con éticas muy definidas que suelen
desembocar en sacrificios, a menudo, incomprensibles a primera vista. Hay un
cierto estilo documental en ese paseo por las calles de Nueva Orleans, hay algo
suelto por aquí y allá que recuerda al vigoroso e impresionante director que ha
regalado alguna de las mejores piezas del cine policíaco del siglo XX, pero
también hay una sensación de que no está, o de que no estaba pensando en lo que
hacía, o de que la noche cayó sobre su inspiración porque hasta los más grandes
se rebajan a lo más pequeño alguna vez. Bajo la atmósfera quemada, bajo la
simpleza de la trama, bajo el parco diálogo, bajo la intimidad de los
monólogos, las ideas y los temas típicos de Melville parecen resurgir de un
modo tan refinado que acaban por ser demasiado escurridizos, inaprensibles,
indefinidos. Quizá la libertad tenga un par de cosas que decir en esta
historia, pero eso será para aquellos que sepan verla y apreciarla. Y, también,
fue una comprobación, por parte del director, de que, tal vez, estaba muy cerca
del final de la línea después de unos cuantos títulos que entraron directamente
en la vitrina mítica de cualquier amante del cine.
Y es que, con frecuencia, las cosas no son como las hemos imaginado. Y Michel va a verlo con sus propios ojos en este viaje imposible, que parece terminar en ninguna parte. La lentitud se adueña de la narración para describir que, entre padre e hijo, puede establecerse una guerra demasiado larga.
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