Un policía fuera de
servicio es asesinado y el culpable es un témpano de hielo. Quizá sea uno de
esos individuos que disfrutan con el crimen, que se relamen con su
planificación y que tampoco es necesario que tengan un móvil para cometer un
asesinato. Tiene cara de buen chico y eso le ha abierto algunas puertas en un
trabajo en el que también comete fraude. Es como si su lado más abyecto le
llamara de forma irresistible y él no tuviera ningún problema en acudir. Cuando
sonríe y trata de ser afable, parece sincero, pero hay algo en su expresión que
indica que, en realidad, todo es una tomadura de pelo. Es un tipo resentido con
el mundo entero y posee rasgos psicópatas. Por eso, la policía ha dado la orden
tajante de la caza sin cuartel. No han conseguido demasiadas pistas porque el
interfecto es tremendamente meticuloso con sus acciones, lo medita y lo
premedita. Así que no hay más remedio que patear las calles y tratar de dar con
la aguja en el pajar. Tal vez la dedicación sea un arma con la que el fulano no
cuenta. Y, también, con algún que otro testigo que está dispuesto a jugarse la
piel con tal de atrapar a ese criminal con buen rostro y muy malas intenciones.
Sin embargo, existe
algún que otro profesional con placa que también es muy metódico. La atmósfera
de las calles de Los Ángeles, lejos de ofrecer una imagen despejada y repleta
de sol, resulta tenebrosa y agobiante. Y las alcantarillas de Los Ángeles
remiten a cualquiera al otro lado del mundo, a Viena, a la seguridad de que los
disparos resuenan con un inconfundible eco, a las aguas bajando como un
torrente por las cuestas de la caza. Sí, es muy escurridizo. Y más aún si
utiliza los túneles del alcantarillado. El despliegue va a ser de gran
magnitud. Y el día morirá, si cabe, con la buena noticia de que uno de los
asesinos más fríos que se hayan visto ha sido atrapado.
Narrado con un estilo semi-documental, esta joya del cine negro destaca por la impresionante interpretación de Richard Basehart en la piel de ese asesino sin escrúpulos que mantiene en jaque a toda la policía. A su lado, Scott Brady emerge como la figura del cazador, y Whit Bissell, secundario visto en mil películas, es el testigo que sirve como pista y cebo. En apenas una hora y dieciocho minutos, la película narra todo el dispositivo policial que se pone en marcha para atrapar a una fiera que anda suelta por la noche y que todo su afán es robar y matar. La dirección de Alfred Werker, ayudado en algunas secuencias por Anthony Mann, es sobria y muy precisa y no cabe duda de que esta película merece ser rescatada por cualquiera al que le gusta el buen cine de policías. Al fin y al cabo, no sabemos cuántos chicos de cara inocente esconden en su interior a un sociópata capaz de matar sin mover una pestaña.
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