La
última vez que Philip Marlowe se asomó por las pantallas de cine fue en aquella
incursión que realizó James Caan en la piel del famoso detective bajo la
dirección de Bob Rafelson en la más que aceptable Poodle Springs, la novela inacabada de Raymond Chandler que
completo Robert A. Parker. En esta ocasión, se trata de adaptar La rubia de ojos negros, de Benjamin
Black, seudónimo de John Banville, al que los herederos de Chandler le
encargaron una entrega más del detective que acabó por convertirse en el
arquetipo por excelencia de la novela y del cine negro.
Lo que no parece tan
acertado es confiar en la dirección a un hombre como Neil Jordan para llevar la
historia a buen puerto. Si nos dejamos de fanatismos y modas, la mejor película
que ha realizado nunca Jordan es In
dreams, con una impresionante Annette Bening, aunque su fama se la debe a
productos que han quedado en el imaginario del público de opinión fácil como Juego de lágrimas y En compañía de lobos. Bien es verdad que Jordan, de alguna manera,
salió airoso en los terrenos del cine negro con El buen ladrón, pero estamos ante un héroe clásico, que necesita
brío y ambientación, que siempre ha destacado por unos diálogos punzantes que
serían el sueño de cualquier arrogante y nada de todo eso se puede apreciar en
esta película.
Para empezar, tampoco
Liam Neeson parece el más adecuado para encarnar al detective. No sólo está
mayor, sino que también lo parece. Bien es verdad que ya en la novela se
advierte cierto declive al estar situada justo antes de Payback, que aún no cuenta con ninguna adaptación en cine, y de la
mencionada Poodle Springs en la que
ya se puede apreciar a un Philip Marlowe al borde de la jubilación, pero es que
aquí las arrugas pueden con la licencia del investigador, carece de ímpetu,
mantiene su honradez, pero ya no es tan cínico. Y, por supuesto, le falta
encanto para conquistar. Lo mejor de la película pasa por el histerismo
soterrado del que hace gala Jessica Lange y la ambigüedad odiosamente educada
de Danny Huston, cuya inclusión en el reparto tampoco parece una casualidad. El
resultado es una película que se queda a unas décimas del aprobado, carente de
garra, en la que ninguno parece creerse lo que está haciendo y que no acaba de
aterrizar salvo en parcelas muy determinadas, como la selección musical, o
alguna que otra escena aislada.
Y es que es duro esto de dedicarse a encontrar personas desaparecidas, o que se cree que han pasado a mejor vida cuando, en realidad, se han construido la coartada perfecta para proseguir con negocios de chantaje y tráfico de estupefacientes. Los sombreros ya no tienen el ala demasiado ancha y la aparición de las pistolas es tan furtiva que apenas les da tiempo a proferir una amenaza, por mucho que haya ráfagas de ametralladora salpicando la producción de películas. La mujer siempre es una tentación a la que, de vez en cuando, hay que perdonar y el día nunca tiene muy buena cara cuando el fuego se va a encargar de arrasarlo todo. Ya se sabe. Nunca hay que tener las manos ocupadas con el sombrero. Eso entorpece si hay que sacar el arma de la sobaquera. Un whisky fingido, una pecera que guarda gran parte de verdad y mejor suprimir cualquier romance del tipo que parece que lleva la razón. La simplificación es un arte en peligro de extinción y, por esta vez, también resulta ser un pequeño error. No importa, todos cometemos fallos. Dejamos ir a quien no debemos, somos incapaces de retener lo que nos teje como seres humanos y la guerra está a la vuelta de la esquina. Demasiado para Marlowe, que nunca fue irlandés, ni tampoco español.
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