“Este es el invierno de
nuestro descontento convertido en verano glorioso bajo el sol de York”. Con estas palabras William
Shakespeare dio inicio a su Ricardo III
extendiendo la idea de que el último de los Plantagenet de Inglaterra era un
ser moral y físicamente deforme, embebido de su propia crueldad, que moría como
un villano en el campo de batalla rogando por un caballo para su reino. Sin
embargo, muchos siglos después, una mujer indecisa, también menospreciada por
el entorno, comenzó a investigar sobre los hechos y el paradero de la tumba de
ese rey malvado. Y demostró que las personas pequeñas también pueden hacer
grandes cosas.
Lo verdaderamente
escalofriante es que ella no estaba segura de nada. Armada sólo con su
entusiasmo y con el deseo de hacer algo que realmente mereciera la pena después
de haberse esforzado en otros campos y no conseguir nada, Philippa Langley
husmeó, insistió, investigó, desechó y encontró los restos del rey que, hasta
ese momento, fue considerado un malvado en el trono, un usurpador sin derecho,
una mancha en la historia del país que fue sólo una excusa urdida por la
dinastía que heredó su trono. Los Tudor se encargaron de construir esa imagen
y, en base a ella, el bardo de Stratford lo hizo inmortal sobre las tablas.
No obstante, la
búsqueda de la verdad, en muchas ocasiones, proporciona la seguridad necesaria
para seguir adelante. No es tanto el resultado como el camino, a pesar de
encontrarse con la consabida ralea de petimetres reluctantes a financiar la
excavación o de estúpidos oportunistas que no dudan en dejar de lado a quien se
ha de llevar todo el mérito tan sólo porque vende mucho más que el responsable
sea alguien reconocido dentro del ambiente universitario más elitista.
Ingleses, ya se sabe.
Stephen Frears ha
dirigido muy bien, con un extraordinario pulso clásico esta historia de
superación de una persona que era apenas nada y que sólo luchaba para
convertirse en apenas algo y que consiguió mucho más que su propio reconocimiento.
Removió todas las piedras y encontró el sepulcro de nuestro descontento, ese
mismo que confirmó que la imagen de un jorobado no era más que la de un hombre
con escoliosis, que tuvo más buenas intenciones que malas y que nunca llegó a quitar
la vida de aquellos príncipes que eran sus legítimos herederos. Sally Hawkins
acaba por ser perfecta en la piel de Philippa Langley, insegura, indecisa,
preguntándose a cada momento si realmente está loca como todo el mundo cree.
Steve Coogan que, además de ser productor y guionista también se reserva el
papel del marido de la heroína de la película, tiene diálogos secos y realmente
buenos aunque su cometido no pase de secundario. Y hay que destacar como uno de
los grandes aciertos de la cinta la banda sonora de Alexandre Desplat ejecutada
por la Orquesta Sinfónica de Londres. Elaborada y climática, excepcional en su
aportación al ritmo, otorga vida y nobleza a la búsqueda de una tumba de la que
se ha hablado muy poco y que merecería algo más de reconocimiento.
Así que, más allá de razones históricas y reivindicativas, también es el retrato de alguien que se negó a obtener una negativa por respuesta, que perseveró en sus creencias cuando nadie apostaba ni una pinta de cerveza negra por ella y que, por supuesto, fue un ejemplo de empuje en un mundo de flojera y cobardía. Se sacudió de encima todo ello y trató de devolver a la Historia lo que tenía de verdad.
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