El
destino suele ser un científico loco que idea alguna ocurrencia elaborada para
probar las reacciones del inmenso laboratorio que es el mundo. Le gusta
acumular circunstancias para que se dé lo imposible o, más bien, lo impensable
y, de ahí, comienza a desgranar el caos. Tiene dos enemigos bien identificados.
Uno es el corazón. Impulsivo, visceral, motor y arranque, y también algo ciego.
El otro es la cabeza. Racional, analítica, letal cuando se distrae, genial
cuando se centra. Y, sin embargo, a veces, consigue que ambos se presten a su
juego de equívocos, de motivaciones y de arrepentimientos.
El destino es también
ese maestro que, en muchas ocasiones, trata de demostrarnos con hechos que los
hombres buenos pueden hacer cosas malas, que nadie es definitivamente bueno o
malo aunque se tengan tendencias propensas a uno o a otro lado. Esas
circunstancias que el destino acumula para que la línea de acontecimientos
parezca absurda y, a la vez, lógica, son las que mandan. Y todo es
comprensible. Y, al mismo tiempo, no lo es. Los padres hacen cualquier cosa por
sus hijos porque en ese cariño incondicional que se brinda cabe todo el amor
del mundo, pero también otros sentimientos como la venganza, la rabia, la
espera, la oración, la lágrima y la desesperación. Y al destino le gusta hacer
que todo salga en la colisión de sentimientos.
A veces, se apiada de
las marionetas que ha manejado a su antojo y todo sale bien. Por el contrario,
en días torcidos, es posible que no quiera tener piedad y el resultado es algo
sin remedio. La generosidad es otro elemento que también interviene y que puede
torcer las intenciones del destino. Y siempre habrá una barandilla cerca de la
que agarrarse para preguntarse por qué ocurren las cosas, por qué de esa
manera, por qué todo.
Juan Galiñanes
demuestra saber dirigir porque consigue sujetar las riendas de una historia que
se escora peligrosamente hacia el melodrama para mantenerla dentro de los
límites del suspense emocional. Todas las reacciones son lógicas, aunque no
tienen por qué ser verdaderas. Dentro del elenco, nos encontramos con
interpretaciones de todo tipo, pero quien destaca por encima de los demás es
Álex García, creíble como el policía que falla en su trabajo y que no quiere
fallar como padre. Por supuesto, la eficacia habitual de Luis Tosar le secunda
y Elena Anaya endurece el rostro para luego dejar que el corazón hable por
encima de su cabeza. Algunos otros no están tan brillantes y hay líneas de
diálogo que no están a la altura, pero el conjunto es sólido, con buenas
hechuras, sin llegar a la maestría, pero realizado con cierta inteligencia. Y
llega al espectador con fuerza porque se comprenden las reacciones, se
comparten los sentimientos, se desean las acciones y se perdonan las distracciones.
Eso le pasa a cualquiera en su trabajo. Sólo hay que tratar de conducirse con
la racionalidad, con el deseo de acertar a través de la honestidad y del
equilibrio. Y hay personas que no quieren saber nada de mantenerse encima del
alambre.
Pulso firme, mirada quieta. Y eso no debe circunscribirse sólo al trabajo policial. Eso debería presidir la mayoría de nuestros actos vitales. Aunque el amor sea lo que motive cualquier forma de pensar. Aunque el amor, que nace del corazón, ciegue lo que piense la cabeza. A veces, es bueno llevarse por él porque ese órgano de latido prolongado es lo que hace que seamos buenas personas. La cabeza es lo que nos vuelve malos. Y no deberíamos olvidarlo ni en la azotea, ni en la sala de máquinas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario