El
destino es como esa pareja caprichosa que un día está de buen humor y, al día
siguiente, ya no es así. Es ese chico
que está bailando contigo un vals y, al minuto, cambia a un rock and roll. Y,
en ocasiones, olvidamos que no siempre deberíamos luchar contra él, sino que
deberíamos adecuar la vida a las circunstancias que nos impone. Eso, por
supuesto, entraña su dificultad porque, a veces, es extremadamente cruel y pone
la existencia patas arriba con cualquier ocurrencia que puede ser un vertedero
de lágrimas. No es fácil lidiar con él. No es fácil amarlo. Y no se trata de
rendirse, ni de claudicar. Es sólo una cuestión de mera supervivencia.
Así pues un gesto sin
importancia, desata una serie de consecuencias que hunde a una serie de
personas en un pozo sin fondo de desgracias y de tentaciones. Desde el trauma
hasta el consumo de drogas, desde el deseo hasta la búsqueda de respuestas en
el fondo de una botella. Y no deja de ser irónico que todo lo que perseguimos
sea comportarnos como buenas personas, sin provocar la caída de mundos enteros
en aquellos que nos rodean por culpa de las decisiones que tomamos. Hemos
olvidado todo eso. No queremos acordarnos de que todo lo que hacemos tiene su
prolongación en la vida de otros. Ahí es donde perdemos toda razón, toda
claridad, toda vergüenza.
La peripecia de esta
mujer que sufre un accidente de coche cuando mejor le van las cosas acaba por
ser una inmersión de realidades colaterales como la seguridad de que las drogas
están al alcance de la mano, de que el sufrimiento es la excusa perfecta para
escudarnos en algo que, en verdad, no tiene ningún sentido. Tratamos de
encontrar salidas, atajos, esperanzas y procuramos no traspasar límites y no
encontramos el modo. Deberíamos tener amor por el destino, sea cual sea porque,
a pesar de ser un bromista cruel, tiende a normalizar la línea que hemos
elegido.
El esforzado trabajo de
Florence Pugh en su particular descenso a los infiernos contrasta notablemente
con la impresionante tranquilidad de Morgan Freeman porque él, mirándolo con
objetividad, no necesita actuar. Todo lo que hace está medido por la
naturalidad, por la falta de afectación, lo cual no quiere decir que no guarde
dramatismo en sus reacciones. Y la película, dirigida por un actor como Zach
Braff, no es más que una serie de viñetas, algunas más afortunadas que otras,
sobre este viaje por el lado más oscuro del amor, las tinieblas de lo que más
queremos, sean personas, cosas o situaciones. La historia sólo se hace fuerte
cuando se centra en subrayar las consecuencias terribles que sufren los que
rodean a los protagonistas porque es eso mismo lo que hace que ya no sean
buenas personas, sino charcos de egoísmo difíciles de evitar. Nadie dice que no
se sufra. Nadie dijo nunca que no hay dolor. Por supuesto que lo hay. Y a
veces, inhumano. No obstante, no se debería provocar eso mismo en los demás
cuando tratamos de sobrellevarlo acudiendo a las trampas del camino más corto.
El resultado es una película ciertamente morosa, con episodios largos en los que parece que Braff desea recrearse tranquilamente, con alguna que otra situación tan típica que ya parece infantil, con diálogos que no destacan por su ingenio, sino por su nihilismo insistido. La banda sonora tampoco es la más adecuada porque la propia Pugh parece empeñada en demostrar sus habilidades musicales y no es más que una sucesión de canciones lánguidas, que no conectan con el público, por otra parte, abandonado a su suerte en una reunión de espectadores anónimos. Y es que no es fácil trasladar la sensación de dolor mostrando dolor durante todo el tiempo. Apaguemos las luces. La oscuridad, en el fondo, tiene mucho de acogedora. Y mucho cuidado, sus brazos son tan largos que resulta excepcionalmente complicado deshacerse de ellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario