miércoles, 24 de mayo de 2023

NICOLÁS Y ALEJANDRA (1971), de Franklin J. Schaffner

 

A veces, hay que bajar al sótano para caer en la cuenta de que las revoluciones también cometen asesinatos. Es posible que Nicolás II, zar de todas las Rusias, la última cabeza coronada de la estirpe de los Romanoff, fuera un hombre apegado al poder, temeroso de perderlo, indeciso cuando eran tiempos de manos fuertes y, sobre todo, despreocupado de todos los que vivían en la pobreza. Es posible que se quisiera acabar con él para evitar contrarrevoluciones financiadas por la aristocracia o por primos lejanos de la realeza. Pero lo que ocurrió en aquel sótano fue un asesinato en toda regla. No sólo se llevaron por delante a Nicolás, sino, además, al resto de la familia, incluyendo los niños. Mientras tanto, a la espera de ese momento, se puede repasar sin riesgo a equívoco todos los errores que cometió ese hombre que, sencillamente, tenía rasgos de inutilidad en su posición, no sabía enderezar el rumbo y se dejó influenciar por otros, dejando que locos de vuelta y media ascendieran en el escalafón del poder.

También es posible que fuera un hombre irremediablemente enamorado de su mujer y que quisiera a sus hijos como cualquier padre. Y, sin duda, fue responsable de todo lo que hizo, pero no sus hijos con edades que variaban desde la infancia a la adolescencia. Fue un asesinato a sangre fría, por motivos políticos, tan execrable como cualquiera de los que ordenó él mismo. Rusia se desmoronaba y nada iba a parar el derrumbe.

Impresionante el trabajo de Gil Parrondo en la dirección artística de esta película que mereció el Oscar en su categoría, el director Franklin J. Schaffner reservó toda la fuerza para la escena final, que llega a sobrecoger el alma y ensombrecer el ánimo a pesar de la venganza de los oprimidos. El error de escoger para los papeles principales a dos intérpretes de segundo orden como Michael Jayston y Janet Suzman intenta compensarse con la inclusión de actores de prestigio en papeles secundarios como Jack Hawkins, Harry Andrews, Laurence Olivier, Ian Holm, Brian Cox o Curd Jurgens. Sin embargo, tras un inicio prometedor, la película se estanca peligrosamente, con la aparición de un alucinado Tom Baker en la piel del monje Rasputín y la pérdida argumental entre las jugadas políticas y la falta de previsión. Sabiamente, la trama evoluciona desde el lujo desmedido a la austeridad sin ambages y Parrondo se convierte en, prácticamente, el mejor motivo con el que transitar los estados de ánimo de un zar sin iniciativa, apegado a la nada y errado en sus planteamientos.

Y es que la púrpura del poder, a menudo, ciega cualquier tipo de razonamiento. Quizá no se pueda notar cuáles son las necesidades de un país de enormes dimensiones porque la riqueza y el mármol aíslan cualquier atisbo de preocupación. Más allá de los ricos muros de palacio, la gente moría de hambre, el país se precipitaba en una guerra imposible, el frío se convertía en un enemigo a batir y la opulencia era una señal de ostentación que se interpretaba como una burla hacia el pueblo. Con esos mimbres, la monarquía debía caer. Lo innecesario, lo condenable, lo terrible fue el reguero de sangre que quedó marcado en las paredes desnudas de un sótano de luz solitaria.

No hay comentarios: