A veces, hay que bajar
al sótano para caer en la cuenta de que las revoluciones también cometen
asesinatos. Es posible que Nicolás II, zar de todas las Rusias, la última
cabeza coronada de la estirpe de los Romanoff, fuera un hombre apegado al
poder, temeroso de perderlo, indeciso cuando eran tiempos de manos fuertes y,
sobre todo, despreocupado de todos los que vivían en la pobreza. Es posible que
se quisiera acabar con él para evitar contrarrevoluciones financiadas por la
aristocracia o por primos lejanos de la realeza. Pero lo que ocurrió en aquel
sótano fue un asesinato en toda regla. No sólo se llevaron por delante a
Nicolás, sino, además, al resto de la familia, incluyendo los niños. Mientras
tanto, a la espera de ese momento, se puede repasar sin riesgo a equívoco todos
los errores que cometió ese hombre que, sencillamente, tenía rasgos de
inutilidad en su posición, no sabía enderezar el rumbo y se dejó influenciar
por otros, dejando que locos de vuelta y media ascendieran en el escalafón del
poder.
También es posible que
fuera un hombre irremediablemente enamorado de su mujer y que quisiera a sus
hijos como cualquier padre. Y, sin duda, fue responsable de todo lo que hizo,
pero no sus hijos con edades que variaban desde la infancia a la adolescencia.
Fue un asesinato a sangre fría, por motivos políticos, tan execrable como
cualquiera de los que ordenó él mismo. Rusia se desmoronaba y nada iba a parar
el derrumbe.
Impresionante el
trabajo de Gil Parrondo en la dirección artística de esta película que mereció
el Oscar en su categoría, el director Franklin J. Schaffner reservó toda la
fuerza para la escena final, que llega a sobrecoger el alma y ensombrecer el
ánimo a pesar de la venganza de los oprimidos. El error de escoger para los papeles
principales a dos intérpretes de segundo orden como Michael Jayston y Janet
Suzman intenta compensarse con la inclusión de actores de prestigio en papeles
secundarios como Jack Hawkins, Harry Andrews, Laurence Olivier, Ian Holm, Brian
Cox o Curd Jurgens. Sin embargo, tras un inicio prometedor, la película se
estanca peligrosamente, con la aparición de un alucinado Tom Baker en la piel
del monje Rasputín y la pérdida argumental entre las jugadas políticas y la
falta de previsión. Sabiamente, la trama evoluciona desde el lujo desmedido a
la austeridad sin ambages y Parrondo se convierte en, prácticamente, el mejor
motivo con el que transitar los estados de ánimo de un zar sin iniciativa,
apegado a la nada y errado en sus planteamientos.
Y es que la púrpura del poder, a menudo, ciega cualquier tipo de razonamiento. Quizá no se pueda notar cuáles son las necesidades de un país de enormes dimensiones porque la riqueza y el mármol aíslan cualquier atisbo de preocupación. Más allá de los ricos muros de palacio, la gente moría de hambre, el país se precipitaba en una guerra imposible, el frío se convertía en un enemigo a batir y la opulencia era una señal de ostentación que se interpretaba como una burla hacia el pueblo. Con esos mimbres, la monarquía debía caer. Lo innecesario, lo condenable, lo terrible fue el reguero de sangre que quedó marcado en las paredes desnudas de un sótano de luz solitaria.
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