Cuando la tragedia se
presenta de improviso, es difícil comenzar a moverse de nuevo. La rabia, la
furia, ese sentimiento que es imposible de definir con una sola palabra,
paraliza hasta el límite en el que ni siquiera se tiene la voluntad de
emprender alguna acción para que la justicia o el rencor o cualquier otro
estado de ánimo se cobren su deuda. Han muerto niños. Tanto dolor no se puede
asimilar de un día para otro. La mirada no deja de ser sombría ni un solo
instante. Sólo quien ha vivido la tragedia y ha escapado de la muerte será
capaz de moverse, a pesar de que ha acabado en una silla de ruedas. El mundo es
así. Gira más por los que tienen un corazón fuerte que por los que tienen un
físico poderoso. La perplejidad se adueña de los que quieren que haya algún
responsable, o que haya algún resarcimiento económico a pesar de que no hay
nada que pueda compensar tan irreparable pérdida. El mundo se ha parado allí,
en medio de la nieve, en un autobús que se salió del camino, en un burlón engaño
de un destino que se extravió en las montañas y quiso regresar dejando huellas
de muerte. El dulce porvenir…
Aún es todo más
incomprensible cuando allí, en ese pueblo de blancura y parálisis, no hay mucho
dinero en los bolsillos. Tendrá que ser ella. Ella. Una chica que ha sufrido
demasiado en su casa, que sintió los cristales rotos, que vio las cabezas
moviéndose de temblor y pánico. Eso hará también que muchos vecinos recuerden
cómo eran sus vidas antes del terrible accidente. Antes del fin. Y quizá ahí es
donde comiencen a salir las verdaderas miserias de unas vidas que no fueron
felices. Y, posiblemente, el autobús fue una especie de liberación. Es triste.
Es significativo. Es estremecedor.
Una de las mejores películas del director Atom Egoyan con un impresionante Ian Holm en la piel de ese abogado que quiere hacer algo por las familias porque él, en primera persona, ya tuvo que soportar hace mucho una pérdida que, sencillamente, no se puede olvidar. Donald Sutherland era el protagonista previsto, pero, apenas un día antes de empezar a rodar, tuvo que dejarlo por enfermedad y se llamó de urgencia a Ian Holm. El resultado no podía ser mejor. En ese abogado confundido y perseverante, Holm compone un personaje extraordinario, perfecto acompañante de la única que siente verdaderos deseos de hacer algo, encarnada por Sarah Polley. Una película que desgarra y que deja una cierta sensación de que no hay que tener piedad con la misma muerte, ni tampoco con la desgracia de una vida que, a veces, hacemos demasiado difícil con nuestras frustraciones, nuestros deseos incumplidos, nuestros defectos como seres humanos, nuestras malas decisiones. Todo tiene sus consecuencias y, a veces, es necesaria una catarsis traumática para destapar comportamientos que están muy lejos de la justicia. Por eso, no hay un dulce porvenir. Por eso, vivir, en ocasiones, es excepcionalmente difícil. Mucho más que morir.
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