Frank Matthews no es un
hombre simpático. A pesar de ser capitán de la policía y haber sido condecorado
y trasladado a un servicio especial, la amargura preside sus actos. Tiene unos
celos terribles de su esposa, una mujer maravillosa que, probablemente, busca
el consuelo en otros porque considera que Frank no la ama en su justa medida.
Sabe que ha utilizado métodos no demasiado aceptables en su trabajo. No hay
demasiado lugar para la relajación, para tomar una copa con sus antiguos
compañeros, para que su matrimonio sea feliz. Busca obligaciones donde no las
tiene para no estar más tiempo del normal en su casa. En el fondo, Frank piensa
que es un fracasado, aunque haga lo que tiene que hacer.
Todo se complica cuando
su mujer es asesinada en brazos de otro hombre. ¿De quién se sospecha en primer
lugar? Del marido, naturalmente. No está claro que no estuviera en la ciudad
cuando se cometió el crimen, pero tampoco hay pruebas evidentes de que
estuviera, así que, de momento, está libre. Y él tiene una ligera idea de quién
puede haber sido el culpable. A pesar de estar suspendido y bajo sospecha, se
lanzará a descubrir al autor. Al fin y al cabo, a pesar de su amargura, le ha
arrebatado lo único que realmente amaba en esta vida.
Excelente y bastante
desconocida, Péndulo es una película
que llega fácilmente hasta la angustia, porque el espectador tiene exactamente
las mismas dudas que se plantea la policía. Frank Matthews no es un personaje
con el que se empatice porque se esfuerza en parecer distante, frío y
ligeramente manipulador. No se sabe si realmente es inocente, aunque, eso sí,
se asiste a su búsqueda del asesino, que puede ser cualquiera que guardase
resentimiento hacia él. Todo este rompecabezas está resuelto con una claridad
excepcional en la puesta en escena y tomándose el tiempo necesario para situar
a cada personaje en su lugar y en su tiempo. George Peppard se esconde detrás
de esa máscara de imperturbabilidad que recubre a Frank salvo en momentos muy aislados,
como ése al principio de la película en el que recibe su condecoración. Jean
Seberg se atormenta y se luce como la esposa atribulada que ama apasionadamente
a su marido, pero cree que él no lo hace de la misma manera. Un espléndido
elenco de secundarios dan forma y textura a la película, empezando por Richard
Kiley en la piel del avispado abogado del detenido y que, por expreso deseo del
policía, también se convierte en su más acérrimo defensor. También anda por ahí
Charles McGraw, veterano entre veteranos, comisario jefe, abnegado defensor de
la ley que se atiene exclusivamente a los hechos. O Frank Marth como el amigo y
compañero de Frank que quiere creer en su inocencia, pero no está demasiado
convencido. O el espléndido sociópata que compone Robert F. Lyons, capaz de
esconderse tras una expresión de inocencia cuando un cúmulo de rencor y de
desprecio se amontona en su interior. Una excelente película de finales de los
sesenta, que merece una mirada.
Y es que huir, no sólo
de la culpabilidad, sino también de la sensación de culpabilidad, no es tarea
fácil para un hombre que ha destacado por ocultar siempre sus sentimientos.
Quizá los dejó en la empuñadura de su pistola, o en esa placa que tan pocas
veces muestra, o en el deseo imposible de conseguir que su mujer, lo más bonito
que ha tenido nunca, vuelva a mirarle con todo el amor que él siente.
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