miércoles, 31 de mayo de 2023

PÉNDULO (1969), de George Schaefer

Frank Matthews no es un hombre simpático. A pesar de ser capitán de la policía y haber sido condecorado y trasladado a un servicio especial, la amargura preside sus actos. Tiene unos celos terribles de su esposa, una mujer maravillosa que, probablemente, busca el consuelo en otros porque considera que Frank no la ama en su justa medida. Sabe que ha utilizado métodos no demasiado aceptables en su trabajo. No hay demasiado lugar para la relajación, para tomar una copa con sus antiguos compañeros, para que su matrimonio sea feliz. Busca obligaciones donde no las tiene para no estar más tiempo del normal en su casa. En el fondo, Frank piensa que es un fracasado, aunque haga lo que tiene que hacer.

Todo se complica cuando su mujer es asesinada en brazos de otro hombre. ¿De quién se sospecha en primer lugar? Del marido, naturalmente. No está claro que no estuviera en la ciudad cuando se cometió el crimen, pero tampoco hay pruebas evidentes de que estuviera, así que, de momento, está libre. Y él tiene una ligera idea de quién puede haber sido el culpable. A pesar de estar suspendido y bajo sospecha, se lanzará a descubrir al autor. Al fin y al cabo, a pesar de su amargura, le ha arrebatado lo único que realmente amaba en esta vida.

Excelente y bastante desconocida, Péndulo es una película que llega fácilmente hasta la angustia, porque el espectador tiene exactamente las mismas dudas que se plantea la policía. Frank Matthews no es un personaje con el que se empatice porque se esfuerza en parecer distante, frío y ligeramente manipulador. No se sabe si realmente es inocente, aunque, eso sí, se asiste a su búsqueda del asesino, que puede ser cualquiera que guardase resentimiento hacia él. Todo este rompecabezas está resuelto con una claridad excepcional en la puesta en escena y tomándose el tiempo necesario para situar a cada personaje en su lugar y en su tiempo. George Peppard se esconde detrás de esa máscara de imperturbabilidad que recubre a Frank salvo en momentos muy aislados, como ése al principio de la película en el que recibe su condecoración. Jean Seberg se atormenta y se luce como la esposa atribulada que ama apasionadamente a su marido, pero cree que él no lo hace de la misma manera. Un espléndido elenco de secundarios dan forma y textura a la película, empezando por Richard Kiley en la piel del avispado abogado del detenido y que, por expreso deseo del policía, también se convierte en su más acérrimo defensor. También anda por ahí Charles McGraw, veterano entre veteranos, comisario jefe, abnegado defensor de la ley que se atiene exclusivamente a los hechos. O Frank Marth como el amigo y compañero de Frank que quiere creer en su inocencia, pero no está demasiado convencido. O el espléndido sociópata que compone Robert F. Lyons, capaz de esconderse tras una expresión de inocencia cuando un cúmulo de rencor y de desprecio se amontona en su interior. Una excelente película de finales de los sesenta, que merece una mirada.

Y es que huir, no sólo de la culpabilidad, sino también de la sensación de culpabilidad, no es tarea fácil para un hombre que ha destacado por ocultar siempre sus sentimientos. Quizá los dejó en la empuñadura de su pistola, o en esa placa que tan pocas veces muestra, o en el deseo imposible de conseguir que su mujer, lo más bonito que ha tenido nunca, vuelva a mirarle con todo el amor que él siente.

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