Un hombre bueno ha sido
asesinado. Y un simple policía de tráfico se empeña en descubrir al culpable.
Es un joven que arrastra una deuda, porque aquel hombre bueno fue quien le
educó entre las paredes de un orfanato. Apenas tiene experiencia en labores
policiales, pero está dispuesto a renunciar a la placa si no le encomiendan la
investigación. Tiene un sospechoso y su plan es infiltrarse en esa familia. Y
aquí es donde se dejan atrás las consideraciones meramente policiales porque el
melodrama se instala en su vida. La familia es encantadora, el tipo sospechoso
es encantador, su hermana es encantadora…El simple policía de tráfico queda
cautivado por esa misma familia que a él le faltó desde que vino al mundo.
Quizá eso también se lo deba al hombre bueno muerto. Y una extraña lucha entre
la conciencia y el deber comienza a ocurrir en su interior. Por un lado, debe
denunciar a ese amigo que le ha acogido en su casa, le ha hecho un miembro más
de la familia, le ha dado dinero, casa, cariño y amistad. Por el otro, quiere
quedarse en el seno de ese hogar que le ha dado calor, no quiere causar ningún
daño, está profundamente enamorado de la hermana del sospechoso que, a buen
seguro, acabará por rechazarle si cumple con su deber de policía. Se lo han
dado todo y él tendrá que arrebatárselo todo.
Joe Martini, como se
llama el policía de tráfico, comienza a investigar y llega a tener la esperanza
de que las coartadas de Silvio, su amigo, son ciertas y no tiene nada que ver
con el asesinato del Padre Marcelino. Interroga hábilmente, como si fuera una
conversación casual, a unos y a otros y, por momentos, Silvio pasa a ser
culpable o inocente. Aquél le exculpa, este otro, sin saberlo, le condena. La
sombra de la traición abruma a Joe, le hace sentir a él culpable e, incluso, en
un último intento, se hace pasar él por el sospechoso para que su amigo realice
un último acto de entrega. El rastro del asesino, a veces, no es tan
apasionante de seguir.
Comenzada como una película de cine negro que, poco a poco, va derivando hacia el melodrama, El rastro del asesino es una historia bien llevada, con Tony Curtis en el mejor momento de su carrera, secundado por un hábil Gilbert Roland y una estupenda Marisa Pavan. La dirección de Joseph Pevney, aunque austera, es certera, centrándose, sobre todo, en la tormenta moral que experimenta ese policía de tercera que se centra en la investigación de un caso de asesinato a pesar del deseo de sus superiores. Y es que, en ocasiones, no se quiere que un amigo sea culpable. Y se hace cualquier cosa con tal de demostrar su inocencia. La amistad, la traición y el amor son motivaciones demasiado poderosas como para desaparecer sin más y dejar que la vida siga como si nada hubiera pasado. Ni con un brindis por un compromiso. Ni con un chantaje inventado. Ni con el destino saliendo al encuentro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario