Llegar a un sitio para
intentar cambiar el paisaje…y tú eres el cambiado. El afecto de la gente puede
ser muy poderoso si se deja fluir la vida allí mismo, donde las nubes no dejan
de exhibir orgullosas su color gris y las pintas de cerveza negra se degustan
siempre con una sonrisa porque se están compartiendo momentos con buenas
personas. Un multimillonario ha pensado que sería buena idea instalar una
refinería en un pueblecito en medio de ninguna parte de Escocia y envía a un
hombre de confianza para hacer la oferta de compra a todos los habitantes de
una pequeña villa. Ese hombre, en el fondo, forma parte de ese mundo de altas
finanzas, prisas fiduciarias, negocios de despacho y pluma y traiciones a
mansalva. No es de este planeta. Y, sin embargo, llega allí, a ese lugar que
parece que nunca existió, y queda cautivado por la gente sencilla, muy amiga de
sus amigos, que saborean la madera del bar de la plaza, que tienen sus
ocurrencias que sacan una sonrisa al más osado. Es imposible dejar que aquello
se convierta en un monstruo de acero y petróleo. Es un lugar que nadie debería
tocar.
El trato puede
complicarse porque el multimillonario, extrañado por la tardanza en cerrarlo
todo, se presenta allí, entre las olas, con la arena oscura de las playas
violentas azotando las rocas con bofetadas de agua y espuma. Y, de alguna
manera, también cae subyugado por el encanto del lugar y de sus habitantes. Los
héroes locales van a ser dos tipos extranjeros que pasaban por allí para acabar
con todo. Una contradicción que va a costar millones a unos cuantos.
De vez en cuando, hay películas pequeñas que tocan la fibra más sensible, y éste es el caso de esta cinta de Bill Forsyth, protagonizada por Peter Riegert y Burt Lancaster. Y mantiene una curiosa virtud. Lejos de ser un cuento amable que apela directamente al corazón, no deja de ser realista con el pálpito permanente de que todo lo que ocurre en ese pueblecito puede ser posible. Quizá el dinero también tenga algo de emoción escondido en sus cifras. Quizá la prosperidad no debería medirse por el progreso. Quizá sea el momento de agarrar una buena botella de cerveza negra por el gollete y saborear el auténtico valor de un lugar y de los seres humanos que allí viven. Como premio extraordinario, la guitarra de Mark Knopfler va a acompañar el periplo de estos hombres que, cuando vuelven a su vida normal, se encuentran con que nada es igual, aunque eso ya se deja para la imaginación de los que han asistido a su historia. No hay nada firmado más que aquello que se deja en la rúbrica de los labios. Y así, invitando a una ronda, se puede llegar al acuerdo más conveniente que no tiene por qué incluir un número indeterminado de ceros. Un tipo genial ha llegado al pueblo y habrá que conquistarle para que sus intenciones sean papel mojado con el salitre del mar. Paseemos. Puede que se nos ocurra algo.
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