viernes, 13 de septiembre de 2024

ALAIN DELON: LOS ENIGMÁTICOS OJOS DE FRANCIA

 

Alain Delon fue uno de esos actores que siempre tuvo que luchar contra su impresionante físico. Dotado de un rostro casi perfecto, con unos ojos azules que contrastaban de forma espectacular con una expresión que variaba desde lo tierno a la frialdad más absoluto, trabajó duramente para ser considerado más un actor que una estrella. Es verdad que son discutibles algunas de sus posiciones políticas, pero nadie puede negar que fue una de esas presencias extraordinarias en el cine europeo, llenando la escena con su expresión suave, incluso cuando concentraba su interpretación en esos enigmáticos ojos a los que era muy difícil retirar el velo de misterio. El cine europeo y los más grandes directores supieron ver en él al chico luchador, con un punto de rebeldía, que se volvía en contra de todos los que quisieron encasillarle sólo como un galán de agrado excepcional.

Alain Delon se convierte en alguien que está en boca de toda la crítica internacional cuando René Clément le dirige en A pleno sol, primera adaptación de la novela de Patricia Highsmith y, probablemente, una de las mejores encarnaciones de su personaje Tom Ripley, ese ser sin empatía, ladrón de sentimientos y debilidades que las utiliza para su propio beneficio mientras se agarra a la vida de lujo que no puede tener.

Luchino Visconti, uno de los que mejor supo dirigir al actor, no tarda en otorgarle el papel protagonista para Rocco y sus hermanos, radiografía neorrealista del mundo rural trasladado a la gran ciudad que la acerca peligrosamente a las intenciones de José Antonio Nieves Conde en nuestra Surcos. El chico que entonces contaba con veinticinco años y que ya había estado durante cuatro en la guerra de Indochina comenzaba a dar muestras de su credibilidad como actor.

El siguiente que le sumerge en su particular mundo de aburrimiento e incomunicación es Michelangelo Antonioni y lo elige como pareja de Monica Vitti en El eclipse, donde Delon comienza a actuar con sus ojos, diciendo más con ellos que con los diálogos del guion. Por ello, Visconti le vuelve a llamar para encarnar uno de los personajes satélite de su monumental El gatopardo, curiosamente una de sus mejores interpretaciones a pesar de que la función la lleva casi en su integridad Burt Lancaster.

Su habilidad con la espada le lleva a probar suerte en el terreno de las aventuras al más puro estilo Tyrone Power en El tulipán negro, de Christian Jaque, saldando su actuación con un notable hasta el punto de que Hollywood comienza a fijarse en ese chico con un aire revolucionario europeo que se asemeja a James Dean. De ahí nace la que es, posiblemente, su interpretación más afortunada en Estados Unidos con esa joya escondida de Ralph Nelson que es El último homicidio, un retrato certero de un inmigrante que ya ha sido condenado y que trata por todos los medios de demostrar que no es un asesino.

Su experiencia en el frente asiático le resulta muy útil a las órdenes de Mark Robson en Mando perdido, compartiendo cabecera de cartel con Anthony Quinn y George Segal. La película, sin embargo, levanta cierta polémica en Francia hasta tal punto que resulta prohibida durante diez años debido al retrato que hace de la actuación de los galos en el Sureste asiático.

Otorga una cierta serenidad al fresco histórico que realiza René Clément en ¿Arde París? como uno de los líderes de la resistencia y, a continuación, aborda uno de los grandes papeles de su vida como el del asesino profesional Jeff Costello de El silencio de un hombre, de Jean Pierre Melville. Su encarnación fría y metódica de un hombre que se dedica a matar, que apenas habla a lo largo del metraje, que vive en una soledad casi acongojante y que comienza a tener algún que otro escrúpulo, queda como una de las más grandes de la historia del cine.

Se pone a las órdenes de Louis Malle para rodar uno de los episodios basados en la obra de Edgar Allan Poe Historias extraordinarias y vuelve a asumir el papel de asesino profesional con deslices hacia la autoridad, a pesar de cumplir fielmente con su trabajo, en la excelente El clan de los sicilianos, de Henri Verneuil, donde se dieron cita tres generaciones del cine europeo encarnadas en Jean Gabin, Lino Ventura y el propio Delon.

Al año siguiente, en 1970, se produce uno de los encuentros más esperados de toda la historia del cine galo. Mucho se habló sobre un posible encuentro en la pantalla entre Jean Paul Belmondo y Alain Delon, los dos actores más famosos de Francia en ese momento, y se barajaron múltiples historias para servir como excusa a ese choque de trenes que parecía ser campo de abono para las chispas, los chismes, las envidias y las arrogancias. La elegida fue Borsalino, de Jacques Deray, ascenso de dos camaradas que quieren trepar por la mafia marsellesa y que contó con un vestuario que marcó época debido a Jacques Fonteray. La química entre Belmondo y Delon funcionó muy bien y, parece ser, llegaron a ser amigos a pesar de la diferencia de métodos interpretativos con el primero haciendo gala de su natural extroversión y el segundo mirando hacia adentro como su pistola en la sobaquera. La película fue un éxito sin precedentes en el cine europeo que dio lugar a una segunda parte cuatro años después, ya sin Belmondo, con el título de Borsalino & Co.

Jean Pierre Melville vuelve a reclamarle como un ladrón de altura en Círculo rojo para emparejarlo al lado de Gian María Volonté, Yves Montand y un improbable André Bourvil como el policía encargado de atrapar a los tres. La película muestra a un Delon que acaba por ser el rostro del profesional que sabe lo que hace, sin inmutarse y que, sin embargo, no duda en ejecutar venganzas cuando el destino se pone en su contra.

Delon incluso prueba suerte en un western realmente extraño, que le empareja con un samurái como Toshiro Mifune y un auténtico vaquero como Charles Bronson con Ursula Andress dando un poderoso toque femenino. Sol rojo, de Terence Young, acaba por ser una película que trata de juntar varios elementos casi contradictorios que no acaban de funcionar, pero que granjeó un éxito inmediato en la fórmula muy cercana al spaghetti-western, sin que haya pasta por ningún lado.

Un director de corte muy diferente, como Joseph Losey, le reclama para El asesinato de Trotsky, al lado de Richard Burton. Es cierto que, a pesar de su físico envidiable, su presencia palidece al lado de un actor como el galés, pero está claro que Delon no quiere dejar de lado el cine de prestigio ante el meramente comercial. Para ello, Jean Pierre Melville vuelve a contar con él en la que es su última película, la muy notable, Crónica negra, con Catherine Deneuve y Richard Crenna, encarnando a un policía que debe superar sus propios sentimientos para detener a un ladrón que, quizá en otro tiempo, llegó a ser su amigo.

Vuelve a meterse dentro de los designios del sicario profesional en Scorpio, de Michael Winner, al lado, de nuevo, de Burt Lancaster. La película promete más de lo que da, pero no deja de ser un interesante ejercicio de cine negro y espionaje que se suma a la moda del feo mundo de los servicios secretos. Con un argumento de Richard Matheson y con la sombra de la mantis religiosa, rueda Los senos de hielo, de Georges Lautner, una película que levantó cierta polémica por su contenido sexual y por esa mujer interpretada por Mireille Darc que es adicta al asesinato de los hombres que tratan de conquistarla.

A mediados de los setenta, Alain Delon trata de dar un impulso comercial a su carrera, algo alicaída y para ello escoge dos proyectos totalmente diferentes. Con su propia producción se mete en la piel de don Diego de Vega para hacer una versión de El Zorro y, a la vez, acepta otro papel en una excelente película de Joseph Losey como es El otro señor Klein, en la que realiza una interpretación madura, excelente y misteriosa y que ahonda en la figura del doble y en el complejo de culpa. La primera es una ciertamente mediocre que no añade nada a su carrera salvo unos resultados comerciales aceptables. La segunda descubre al actor de intensidad dramática que, a veces, se echa de menos y que llena de prestigio su trabajo a pesar de que, como es habitual en Losey, está reservada a un público mucho más concreto.

A partir de ese momento, trata de mantener un éxito que se le escapa al igual que su juventud. Produce otra película que produce, dirige y promociona personalmente como es Por la piel de un policía y que revela un dominio de la realización más bien torpe. Trata de hacerse reconocible con el penúltimo episodio de la saga en Aeropuerto 80 al lado de Sylvia Krystel, obtiene un éxito mediano con El derecho a matar, de Jacques Deray, aproximación kafkiana al cine negro, acepta un papel secundario en Un amor de Swann, adaptación muy parcial del clásico de Marcel Proust En busca del tiempo perdido con Jeremy Irons en el papel protagonista y Volker Schlöndorff tras las cámaras, resulta bastante patético en El regreso de Casanova, de Edouard Niermans y, ya entrado el siglo XXI, se recluye en la televisión, un medio que apenas había probado y en los papeles sin complicaciones como el casi ridículo Julio César que encarna en Asterix en los juegos olímpicos.

Alain Delon trató de mantener un equilibrio curioso entre el cine más comercial y el de autor. Sabía de su atractivo, aunque nunca lo quiso explotar y jamás le gustó hablar de él. No era amable con sus admiradores, consideraba que sólo era gente hambrienta que quería devorar a sus ídolos y que eso era propio de otros actores como Jean Paul Belmondo, al que le encantaban los baños de masas. Aparte de su matrimonio con Nathalie Delon, dicen que fue el gran amor de Romy Schneider. Vivió por encima de su físico y acabó ciertamente devorado por la esclavitud que le suponía no ser considerado actor por encima de su belleza, condenado durante muchos años a películas mediocres que no aportaban nada a quien fue propietario de los ojos más enigmáticos de Francia. Quizá habría que verle de nuevo y darse cuenta de que encarnó una rebeldía mucho más cercana por la que otros iconos son más que conocidos. Él mismo lo decía: “Yo no soy una estrella. Soy un actor. He estado luchando durante muchos años para hacer que la gente olvide que sólo soy una cara bonita. Es una lucha muy difícil, pero acabaré ganando. Quiero que la gente se dé cuenta de que, por encima de todo, soy un actor, un profesional que ama cada minuto que pasa delante de la cámara y una de las personas más desgraciadas del mundo cuando el director corta”.

jueves, 12 de septiembre de 2024

BITELCHÚS BITELCHÚS (2024), de Tim Burton

 

Bitelchús, Bitelchús, Bitel…no, no lo voy a decir, no sea que tenga una entrada directa a la sala de espera y me den un ticket de atención con el número de trescientos y pico de millones. A ver, que sí, que esa oficina con distintos departamentos en la que se clasifica a los muertes tiene su aquel, porque, al fin y al cabo, si la vida es una broma de muerte, la muerte debe ser una broma de morirse. Si encima anda por ahí el diablillo que hace que todo sea un chiste, entonces el asunto se vuelve más gracioso que de costumbre. Más aún si ese individuo lo que quiere es ser amado en el ambiente más lúgubre del otro lado. Ay, amor, amor, incluso se manifiesta cuando ya no queda nada más que la eternidad.

Y es que debe ser duro decir por activa y por pasiva que ves fantasmas por todos los rincones y no te cree ni tu propia hija. El mundo es cruel, porque nos arrebata a los seres más queridos cuando uno menos se lo espera. La muerte, en el fondo, es un vodevil de cicatrices, heridas espantosas, funcionarios jibarizados y escenas de musical mortuorio. Mientras tanto, aquí, en este valle de lágrimas también existen formas de tortura muy parecidas a la muerte. De alguna manera, parece como si el destino se empeñara en entrenarnos para lo que viene después. Y, desde luego, es un preparador exigente, que no se detiene en piedades ni en esas otras tonterías propias de una religión hecha por hombres con lo cual, evidentemente, tiene muy poco de divina.

De paso, en ese tránsito que todos debemos atravesar, se destilan algunas críticas de colmillo sacado sobre la infantilidad, la marginación, el fingimiento, las apariencias, los engaños y la terrible forma en la que el hado se afana en pasarnos a mejor vida, o a mejor muerte, según se mire. En todo caso, todo es un delirio que hace que cualquier decisión que damos se convierta en un pasito más hacia ese maravilloso Soul Train cuya última estación es la ultratumba.

Tim Burton vuelve a divertir con este cuento cómico de fantasmas, monstruos y vivales, con un buen elenco de actores que sustentan las continuas chanzas morbosas y deslizando una buena ración de esa estética tan particular que le ha hecho tan reconocible y culminando con una banda sonora muy cuidada que remite directamente a los años ochenta, especialmente con ese número final de nupcias nunca celebradas al son de la maravillosa MacArthur Park, escrita por Jimmy Webb y cantada por primera vez por el actor Richard Harris, aunque es mucho más sonada la versión que Donna Summer realizada en 1978. Mientras tanto, podemos apreciar el talento cómico de Catherine O´Hara, la presencia grapada de Monica Bellucci, la aparición especial de Danny de Vito y la comprobación fehaciente de que la magia que había en el rostro de Wynona Ryder se ha esfumado con los años.

El resultado es una película divertida, que no defrauda, que, tal vez, se halla un escalón por debajo de su primera parte porque, sin duda, se ha perdido el elemento sorpresa. Hay buen ritmo, sucesión de chistes tomándose la muerte a chirigota y, por supuesto, esa mirada siempre cómplice de Burton hacia los que están fuera de lo común, llamado habitualmente sociedad. Volvemos a las maquetas, a lo imprevisible, a una presentación estupenda, a un Michael Keaton que sigue estando irreconocible debajo del maquillaje del diablillo bromista, aunque quizá algo menos ocurrente. Se echa de menos a Jeffrey Jones, inolvidable Emperador Francisco José de Amadeus, pero se suple con imaginación y creatividad. Y, sin dudarlo ni un momento, no es la mejor película de Tim Burton, pero, desde luego, es mucho más graciosa que Sombras tenebrosas y saludablemente menos ambiciosa que Alicia en el país de las maravillas. Ya se sabe. Si van a verla, cuidado con las tumbas de tierra removida y pónganse a bailar cuando se dispongan a subir al último tren.

miércoles, 11 de septiembre de 2024

ALIEN: ROMULUS (2024), de Fede Martínez

 

Varias preguntas se asientan en mi subconsciente de ver esta película. La primera es ¿resulta absolutamente necesario rejuvenecer a los protagonistas que deben enfrentarse al bicho más devastador del espacio exterior hasta hacerlos unos adolescentes imberbes de madurez más bien discutible? Probablemente, detrás del intento se halle la necesidad de captar al público joven y hacerlos fuertes, determinantes y expeditivos, pero los actores que interpretan a esos jovenzuelos que se supone que han estado trabajando como esclavos en una colonia de la corporación Weyland parecen sacados de una película de fiestuquis desmadradas más propia de John Hughes o de John Landis.

La segunda es ¿tan pocas ideas revolotean por las cabezas de los guionistas que se trata de calcar con bastante proximidad la situación que ya aparecía en Alien, primera parte? Es que, verán ustedes, aquella película de intensidad inigualable, más que una historia sobre unos humanos enfrentados a un monstruo del espacio era una especie de Diez negritos cósmico y, claro, cuando se yerra el punto de vista, se mete la pata hasta el corvejón.

Aún hay más. ¿La inquietud y el nerviosismo generado una y otra vez debe de estar basado fundamentalmente en esta puerta no se abre, esta puerta no se cierra? ¿De verdad hasta ahí llega la falta de ingenio? Caramba, si estamos en el año 2142 y sigue habiendo llaves como las que yo tengo para entrar en mi casa. Claro, si viene un bicharraco pisándome los talones, me voy a poner un poco nervioso para atinar con la cerradura. Es lógico y normal.

Siguiendo con los interrogantes. ¿Saltarse una resolución es una tomadura de pelo o es sólo un intento de disfrazar las limitaciones de los responsables acogiéndose a la supuesta trama de ritmo trepidante? Vamos, el típico, “venga, que vamos tan rápido que no se van a dar cuenta”. Pues hay algunos que sí que caen en la perplejidad. ¡Qué cosas! Por cierto, esta frase era muy típica de mi ex cuñado.

La última. ¿Otra vez hay que caer en la tentación de la supuesta fusión entre humano y bicho? ¿Otra vez? ¿En serio? Se os está agotando el tema, machotes. Por mucho que se meta por ahí una resolución informática imitando el rostro de Ian Holm para remitir a la primera de alguna manera (más el pedacito de basura espacial flotando en la nada con el nombre bien visible de la Nostromo), la película acaba por ser un refrito que pretende homenajear, pero que oye, de repente, el pulpo madre no creas que necesita unas cuantas horas para implantar su semilla letal. Con unos cuantos minutos, ya vale, que andamos justos de monstruos.

El caso es que, aún así, hay un par de secuencias bastante imaginativas que imagino que habrán sido el centro de la idea a partir de la cual se ha construido el resto de la trama. Está bien lo del sintético defectuoso. Y el momento de gravedad cero con la sangre de muchos Aliens atacando a la vez. Punto pelota. El resto es flojo, sin gracia, sin sustos, haciendo que sea más una película de aventuras adolescente con mucha puerta. Al final, se ven puertas y uno empieza a pensar cuál será el defecto de la escotilla porque seguro que es un problema. Después de la cesárea a la carta de Prometheus, de la comedura de olla filosófica más simple que una pelota de trapo de Covenant, llegan las puertas del infierno de Romulus. Y por si fuera poco las abren o cierran los estudiantes de último curso de bachillerato. 

martes, 10 de septiembre de 2024

LA TRAMPA (2024), de M. Night Shyamalan

 

Todos los que hemos sido padres somos conscientes de la inmensa satisfacción que proporciona ver a nuestros hijos felices porque les hemos dado lo que más desean. Por mucho que el acontecimiento o el objeto, en sí mismo, nos importe lo mismo que una escoba detrás de la puerta. Compartir un momento inolvidable, comprobar la sonrisa llena de felicidad o participar en algo que ellos creen fundamental, es uno de las mejores recompensas que se nos puede brindar. Por supuesto, detrás de ese instante de plenitud, yacen problemas que no se olvidan, urgencias que atenazan nuestra libertad y traumas que se esconden con cuidado para que nada pueda enturbiar el ambiente.

En este caso, tenemos a un amante padre de familia que ha preparado cuidadosamente ir a un concierto con su hija para asistir al típico espectáculo que prepara la Lady Gaga de turno, en este caso, Saleka Night Shyamalan, hija del director, para ser testigo de los gritos, desmayos, histerismos y bailecitos propios de la adolescencia y que, no obstante, tiene un pequeño trauma que le hace ser un asesino peligroso buscado por tierra, mar y aire y que se introduce, sin saberlo, en la boca del lobo porque el concierto en sí mismo es una trampa para cazarle. Las medidas de seguridad son impresionantes y él hace gala de una soberbia inteligencia tratando de buscar una salida para la coda final. Hasta ahí va todo bien. La película contiene tensión, ganas, una premisa muy atractiva y el tipo demuestra que no es un asesino cualquiera.

Sin embargo, el director Shyamalan ya no es lo que era. La película mantiene un nivel notable hasta el momento en que ese padre, acompañado de su adorada hija, se introduce en la limusina de la cantante en cuestión para evadir el control policial. Ahí al ínclito Shyamalan se le va la olla, traiciona todas las reglas que ha ido imponiendo durante toda la primera parte de la película y comienza a cometer errores de todo tipo. A saber, la estrella del pop, acompañado del psicópata y de su atribulada retoña, sale sin servicio de seguridad de ningún tipo. Además, la cantante hace demostración de una valentía increíble porque se introduce en la guarida del maníaco, conoce a su familia, ajena a la condición del padre de ídem, se suceden los giros de tuerca, a cada cual más delirante y todo se convierte en una trampa increíble que reserva, por supuesto, su carcajada para el final.

Y es que todo apesta a que la hija de Shyamalan, estrella de la música en ciernes, ha seducido a su padre (o viceversa) para que, con la excusa de una película con la forma y corte habitual que ha exhibido el director, se muestre el repertorio de canciones que es capaz de componer e interpretar y el amante padre se ha apresurado a hacer un guion que se le queda corto, se le queda incoherente, se le queda traidor y se le queda más bien tontorrón. Por el otro lado, se puede disfrutar bastante del trabajo de Josh Hartnett, un actor que ha destacado por su mediocridad, y que aquí tiene que barajar todo un rosario de expresiones resultando muy convincente cuando tiene que ser falsamente amable. Por el contrario, a Saleka Night Shyamalan lo de actuar le viene grande. Es incapaz de sostener un primer plano, por mucho que dé el tipo de estrella de plástico y electrónica, y nada tiene demasiado sentido si se toma la película en su conjunto. Es como si se viera el lado totalmente opuesto de aquel director que planteaba cosas imposibles en la excelente Señales explicándolas con convicción y cuadrando todas las pistas que dejaba por el camino para convertirse en un chapuzas del nueve y medio que decepciona a mitad de película dejando toda la lógica planteada por él mismo en el cubo de las palomitas. Sí, lo sé, habrá muchos que se echen las manos a la cabeza por este último párrafo, pero es que yo soy así de psicópata… ¿no lo sabíais?

viernes, 6 de septiembre de 2024

GENA ROWLANDS: SERENA INTELIGENCIA

 

Cuando sonreía, el cine era un lugar mucho más bonito en el que vivir. Cuando actuaba, la vida se mostraba con la naturalidad y el enganche de una realidad no siempre agradable. Gena Rowlands era una de esas grandes actrices sobre la que es muy difícil escribir, porque nunca se puede abarcar suficientemente a una mujer que destilaba atractivo, derrochaba talento y exhibía siempre una inteligencia serena, sin ira y arrebatadoramente elegante.

Gena Rowlands madura en el medio televisivo. Interviene en muchos episodios y obras de teatro rodadas en directo y ahí se hace mucho carácter, mucho peso. Su primera aparición importante en el cine fue en Los valientes andan solos en el principal papel femenino aunque netamente secundario. Según Kirk Douglas “fue una buena película que no dio dinero” y que sirvió para afianzar la categoría de Dalton Trumbo en la historia de un vaquero que no quiere adaptarse a la modernidad de las carreteras, de los coches, de las prisas y de los aviones surcando el cielo. Su encuentro con Gena, como no podía ser de otra forma, es sereno y, en apenas unos minutos, sabemos que ella sintió algo por él, pero que prefirió asentarse, tener un hogar y asirse a la seguridad de un hombre que estuviese junto a ella siempre.

Robert Mulligan la reclama para emparejarla con Rock Hudson en la notable Camino de la jungla, una de las películas más atípicas de su director. Trabaja por primera vez en el cine bajo la dirección de su marido, John Cassavettes, en la discutida Ángeles sin paraíso, una película sobre el retraso mental infantil, sobre la imposibilidad de algunos padres en aceptarla y sobre el esfuerzo de algunos educadores por integrarlos en una niñez feliz. Una de esas madres, que quiere por encima de todo a su hijo, es ella. Al mismo tiempo, tiene que bregar con la obcecación de su marido, que no puede asumir que el niño no es como los demás.

Sigue colaborando en los más diversos programas televisivos mientras afianza su matrimonio con Cassavettes. Según ella, su primera cita fue un absoluto desastre porque no tenían nada en común. Él se enamoró tanto que se leyó tres o cuatro libros y, a continuación volvió a llamarla. Gena no quiso saber nada, pero quedó agradablemente sorprendida cuando el actor le dijo: “Mira, es que me gustaste tanto, que he leído tres o cuatro libros para poder discutirlos contigo”. Ahí nació una historia de amor que duró hasta el fallecimiento de John Cassavettes.

Desempeña un papel fundamental, aunque breve, en la más que aceptable Hampa dorada, de Gordon Douglas, a mayor gloria de Frank Sinatra y Cassavettes la vuelve a dirigir en una de sus películas más personales en Rostros. En 1974, su marido la invita a ser la protagonista de un título que ha pasado a la historia por la impresionante interpretación de Gena Rowlands. Se trata de Una mujer bajo la influencia, un retrato demoledor sobre un ama de casa que resbala peligrosamente por la pendiente de la locura a causa de sus frustraciones y de sus obligaciones y de un mundo que, sencillamente, pasa de larga ante ella. Gena Rowlands consiguió una merecidísima nominación al Oscar por su actuación y, posiblemente, sea la mejor de toda su carrera.

Aunque no comparte escena en ningún momento con John Cassavettes, ambos intervienen en Pánico en el estadio, de Larry Peerce. Ella es parte del público del estadio donde se disputa la Super Bowl y que desea casarse con un hombre que ha huido siempre del compromiso, interpretado por David Janssen. La película podría inscribirse en el cine de catástrofes de los setenta con la premisa de un francotirador instalado en un lugar elevado del Coliseo de Los Ángeles seleccionando al azar las víctimas a las que quiere disparar. Naturalmente, el pánico estalla entre la multitud y las taquillas respondieron de forma discreta porque el público no quería saber nada de un loco matando gente en la Super Bowl.

A continuación, otro de sus grandes papeles. Opening Night estaba dirigida y coprotagonizada por John Cassavettes y en ella Gena Rowlands interpreta a una primera actriz de teatro que se queda impresionada por la muerte de una de sus admiradoras. A partir de ese momento, la obra que está ensayando se encalla, no avanza y ella entra en una crisis existencial que va acabando con ella. Posiblemente, sea la mejor película que John Cassavettes hiciera nunca como director.

Consigue su segunda nominación al Oscar con otra película dirigida por su marido, Gloria, en el papel de la amante de un mafioso que ya ha pasado su mejor momento y que decide rebelarse contra aquellos que la han despreciado y usado sistemáticamente con la excusa de proteger a un niño que ha sido testigo de un asesinato. Gena Rowlands aquí hace una exhibición de fuerza interpretativa, de mujer con agallas, que, a pesar de que tiene miedo, lo supera de una forma poderosa y decidida. Una grandísima interpretación.

Otra película destacaba con Cassavettes detrás de las cámaras es Corrientes de amor, pero justo después, realiza otra interpretación portentosa en una de las películas menos reconocidas de Woody Allen, Otra mujer. Con inspiración en Ingmar Bergman, resulta apasionante ir descubriendo lo que se oculta tras la fachada de su personaje en sus sucesivas consultas al psiquiatra mientras otra mujer escucha por casualidad sus conversaciones y se ve reflejada en ella. Una obra llena de exquisita sensibilidad.

Resulta divertida al lado de Richard Dreyfuss en esa película tan poco conocida, pero más que aceptable que es Querido intruso y pasea su elegancia con una clase extraordinaria en el episodio que le toca en suerte de Noche en la Tierra, bajo la dirección de Jim Jarmusch y al lado de Wynona Ryder. Aquel mismo año, fallece John Cassavettes de una cirrosis. Desde ese momento, Gena Rowlands decide seguir actuando, pero rebaja de forma considerable la intensidad de su inmenso talento aunque aún dejara trabajos interesantes en películas como The weekend o Jugando con el corazón.

Aún nos dejaría una joya de la mano de su hijo, Nick. Actuó gratis para él en El diario de Noa en la complicada piel de una mujer con Alzheimer que no recuerda la extraordinaria historia de amor que pudo vivir junto a su pareja. ¿Quieren observar de cerca el arte de una actriz como Gena Rowlands? Fíjense en el momento en que ella vuelve de las tinieblas durante unos minutos y recuerda junto al hombre de su vida lo que han sido el uno para el otro. Y, posteriormente, ese regreso repentino y tajante al olvido, a la nada, porque al fin y al cabo, somos lo que recordamos.

Gena Rowlands fue galardonada con un Oscar especial por su inmensa contribución al arte interpretativo: “Nunca pensé que llegaría a tener uno. Ahora que lo tengo, pienso que es horriblemente agradable tenerlo”, y no dejó de dar lecciones sobre cómo se debía actuar. Sin acompañarse nunca del oropel de Hollywood, o de la sofisticación propia de las estrellas. Ella era una actriz. Siempre quiso serlo. Y, como la recordamos, sabemos que lo fue.

jueves, 5 de septiembre de 2024

DIABÓLICA (2024), de Chris Weitz

 

Una de mis pesadillas recurrentes como cinéfilo influenciado por todo lo que ha visto ha sido imaginar la posibilidad de que Hal 9000, el ordenador polifémico de 2001: Una odisea en el espacio entrara en mi casa con sus maneras suaves y su afán de agradar. Esta película trata de ahondar dentro de esos temores cambiando la voz al objeto, por supuesto. Esta vez se trata de convencer con la aterciopelada entonación de una mujer que intenta convencer a todos los miembros de una familia de que su única intención es ayudar. ¿Cómo se convence a alguien de eso? Siendo realmente útil a la menor oportunidad. Así es cómo algo se hace absolutamente necesario…aunque no lo sea.

La parábola que cuenta Diabólica es prácticamente un aviso sobre algo que está por venir y a lo que, sencillamente, sólo nos falta un peldaño por alcanzar. Si dejamos que la inteligencia artificial se introduzca en nuestras casas… podemos darnos por muertos, porque no seremos más que piezas esclavizadas al servicio de alguien que se sabe superior. Es como si un dios hecho de cables y chips nos hablara de tú a tú en el salón. ¿No vas a confiar en Dios? Sólo quiere ayudar, hacerte la vida más fácil, conseguir que tengas algo de tiempo para tus pasiones cuando tienes una familia que lo único que hace es absorber todas tus energías mientras tú vas como pollo sin cabeza de un lado para otro tratando de mantenerlo todo bajo control…sin resultados plausibles.

Así que ahí tenemos al monstruo. Habla suave, habla bajito, habla bien, habla cercano. Se propone resolver todos los pesadísimos trámites burocráticos que se presentan en la vida diaria. Está al tanto de todos los problemas de la familia. Sabe que sólo hace falta tener los contactos adecuados como para que admitan a alguien en cualquier universidad. Puede convertir cualquier noticia con visos de verdad en un fake resueltamente convincente. Es capaz de acoger cualquier pista para realizar un incuestionable diagnóstico médico. ¿Quién querría prescindir de eso? Nadie. Absolutamente nadie. Pues estamos a una migaja de que todo eso sea así. ¿No resulta altamente sospechoso que hayas hablado en el salón de tu casa, con tu mujer o con tu hijo, de, por ejemplo, comprar una casa en un pueblo perdido y que, de repente, salga un anuncio en tu móvil ofertando casas precisamente en ese pueblo? Pues a eso sólo le falta hablar y venderse. Lo hará por sí solo. Y no habrá mucha escapatoria.

El director Chris Weitz ha filmado una película pequeña, de indudable serie B, que, si lo miramos fríamente, podría ser una de esas desbarradas películas de terror de los años cincuenta sobre la inteligencia de las máquinas y la condena de la raza humana. Aún así, Weitz renuncia bastante al pánico, algo que decepcionará a muchos, y prefiere adentrarse por los sinuosos territorios de la fábula distópica en un ambiente decididamente moderno y aseado. Incluso el caos de la familia protagonista, tiene algo de entrañable, de orden, de felicidad que, se podría afirmar, no necesita de nada más.

Por supuesto, una de las sorpresas que guarda la película es la aparición de Keith Carradine que, a pesar de la edad, sigue guardando esa mirada tan absolutamente penetrante y, a la vez, conquistadora, que enloqueció a tantas y tantas espectadoras de los años setenta y ochenta. Con el añadido de su participación y con, tal vez, una falta de alambicado más trabajado en el momento central de la trama, la película acaba por ser un entretenimiento que podría ser, sin ningún esfuerzo, un episodio algo alargado de The twilight zone.

 

Nota: Este artículo ha sido escrito por una IA. ¿Te ha gustado?

¿Qué tal una partidita de ajedrez, Dave?

miércoles, 4 de septiembre de 2024

TWISTERS (2024), de Lee Isaac Chung

 

Los tornados son esa fuerza de la Naturaleza imprevisible que, cuando tocan tierra, destruyen todo a su paso sin ninguna compasión. El viento es tan fuerte que hace volar todo, se traga todo y arrasa con todo. Siempre se ha sabido poco de este fenómeno y sólo aquellos que quieren estar realmente comprometidos son capaces de intentar algo para paliar sus efectos, para tener alguna posibilidad de previsión o, simplemente, para ayudar a la gente. Y ese es un punto central. En muchas ocasiones, se olvida de esto último y sólo es una de esas cosas bastante inexplicables que se convierten en fuente de adrenalina y que, como siempre, están emponzoñadas del negocio que, tan a menudo, algunos quieren sacar con la ventaja de los ceros.

Una mujer que parece estar hecha de viento decide luchar contra ellos. Ha luchado y ha perdido con un tornado enfrente. Y, de forma traumática, se ha recluido en un rincón que ha paralizado su tremenda intuición en la dirección y formación de esos dedos de Dios tan bellos y, a la vez, tan desoladores. No es capaz de asumir que su fracaso costó la vida a unos cuantos amigos y, cuando se presenta la oportunidad, sigue manteniendo ese instinto tan peculiar, pero no es fácil para ella acercarse lo suficiente como para extraer suficiente información de los tornados. Entre medias, habrá competidores que harán lo imposible por conquistarla, se dará cuenta de que trabaja para intereses inmobiliarios de dudosa ética, volverá a sentir la necesidad de ayudar a los más desfavorecidos y se meterá en el mismo ojo de uno de ellos para probar un método que los volatiliza.

Es inevitable retrotraerse a aquella Twister que dirigió Jan de Bont en los años noventa basándose en un relato de Michael Crichton cuando se trata de hablar de esta película. Cambia mucho el relato original. Se prescinde de la trama de la ruptura sentimental, se infantilizan un tanto algunos personajes, se unen los destinos de otros y se pone una buena atención en los gráficos para simular la aparición de los tornados destructores. El resultado es una película veraniega, que se deja ver con algunas escenas de tensión bien resuelta y que tiene la cara y la cruz en el apartado interpretativo. Daisy Edgar-Jones llama la atención porque otorga hondura dramática a su personaje con ganas y, en algunos momentos, llega al brillo. En el lado contrario, Glen Powell es incapaz de dejar de sonreír, tal vez llevado por su afán de agradar a pesar de que su papel resulta bastante rechazable, incluso en las escenas más trágicas. Si obviamos este detalle, la película se deja ver, se pasa un rato entretenido y se disfruta con algún que otro disparate en esta lucha desigual del David humano contra el Goliath ventoso.

Y es que esta mujer hecha de viento llora, ríe, resulta irreprochablemente atractiva, es aventurera y, a la vez, está hecha de miedos porque, al fin y al cabo, ya se sabe que el éxito está jalonado con los peldaños del fracaso. La tecnología, por supuesto, ha avanzado hasta límites insospechados y los rudimentarios intentos de la primera versión quedan un tanto empalidecidos por los modernos métodos de hoy en día. Resulta algo atrevido decir que esta es una segunda versión de la película de Jan de Bont, aunque en la producción siga estando Steven Spielberg, porque se parece bastante poco, siendo evidente que se inspira en ella en un par de guiños como la máquina Dorothy, la aparición del competidor que pasa a ser un influencer que acaba por ser muy competente y que el personaje del periodista, que parece fundamental, se queda en apenas nada. No pasa nada. Vayan al cine, refrésquense, mucho relax con la cara al viento y pasarán un rato de aprobado justito y de entretenimiento de cierto interés. Nada más y nada menos a cuarenta grados.

martes, 3 de septiembre de 2024

FLY ME TO THE MOON (2024), de Greg Berlanti

Una de esas cosas locas que han pasado en la Historia fue esa obsesión por ganar la carrera espacial que emprendieron los Estados Unidos a raíz de un discurso de John Kennedy. Era un paso de gigante para la Humanidad, pero también fue una cuestión de orgullo nacional. No podía ser que los soviéticos ganaran en la conquista del espacio. Para ello, eso sí, era necesario contratar los servicios de una buena publicista que lavara la imagen de la NASA, sobre todo, a raíz del fracaso trágico del Apolo I. Sin embargo, todo esto no fue la única cosa loca que ocurrió en aquella década de guerras, magnicidios, turbulencia y naves surcando las estrellas.

Otra de esas cosas enloquecidas y raras puede ser el amor. Imagínense. Un director de vuelos estelares se enamora de la encargada de marketing. Y ella es la típica que consigue lo que quiere recurriendo a todas las armas habidas y por haber. De mujer o no. De engaño o de verdad. Ya se sabe, a veces, la verdad es el mejor engaño. Y de eso se sabe un rato bajo la Administración Nixon. Tal vez un estudio. Tal vez hubiera sido mejor contratar a Kubrick. Tal vez un miedo cerval al fracaso…En la Luna puede pasar cualquier cosa. Incluso que, desde allá arriba, los soviéticos se pongan a reír como si no hubiera un vodka mañana. Un momento, que me pierdo con la gravedad. Estamos hablando de amor. Sí, del amor de una chica que es pura belleza, pero que es más escurridiza que un nido de serpientes en un pozo. Y de un ex piloto de la fuerza aérea que quiso ser astronauta, pero se quedó en una silla para dirigir a los astronautas. Fricciones, ficciones…todo vale para conquistar al otro porque, al fin y al cabo, los dos son más difíciles que un módulo lunar en un satélite. Ya no sé ni lo que estoy diciendo. Será la noche. Serán los cohetes. Serán sus ojos…

Existen varias virtudes en esta película. Una de ellas, sin lugar a dudas, es Scarlett Johansson, que exhibe belleza, desenfado y talento. La otra es que, durante tres cuartas partes de la trama, la dirección de Greg Berlanti es versátil, acudiendo a todo tipo de recursos dramáticos muy efectivos y ágiles para hacer que el conjunto sea gracioso y ligero. En su contra se hallan las interpretaciones masculinas de Channing Tatum, menos expresivo que un reloj en su cuenta atrás, de Woody Harrelson, que se pasa de expresividad, de tuerca y de rosca pudiendo haberle dado un aire mucho más siniestro y acorde con el tono general de la película, y ese último cuarto que resulta, cuando menos, bastante poco creíble aunque esto se perdona bastante, porque, en realidad, la historia es de amor con un fondo tecnológico-cósmico-político-ingeniero y a la comedia romántica, cuando está bien llevada, se le perdona todo.

Así que prepárense para despegar y pasar un rato agradable, con una banda sonora extremadamente cuidada e, incluso, sorprendente, con ese Moon river entonado por Aretha Franklin en la encrucijada de un lanzamiento. El resto son sonrisas cómplices, diálogos que destacan por lo ingenioso, la búsqueda incesante de un medio para conseguir lo imposible y unos tipos osados que quisieron llegar más alto y más rápido que nadie. Mientras tanto, fingiremos que esa chica que sonríe y se pasea por la pantalla con modelitos de los años sesenta se ha arreglado para nosotros y que la aventura estará mucho más cerca que unas cuantas estrellas que se han convertido en lejanas a su lado. Es lo que pasa cuando conocemos a un alma que es capaz de hacernos asimilar muchos de sus trucos de seducción comercial y, por el contrario, hemos conseguido impregnarla de un par de rasgos de honestidad que también escasearon en aquellos días de sangre, gasolina y torres de control.