“Dios
en la distancia mira con benevolencia al maestro amable”
Quizá, en algún
momento, también es necesario echar la mirada hacia aquellos profesores que no
han conseguido ninguno de sus objetivos. La enseñanza, es cierto, es una de las
profesiones más ingratas, pero, también, de las más nobles y no siempre el
éxito acompaña a los docentes. Aquí, es posible que el Profesor Crocker-Harris
se haya dedicado a establecer una falta total de empatía con sus alumnos,
tratando de ahogar cualquier entusiasmo que hayan podido albergar sólo porque
él lo hizo así. Tal vez un día, en algún rincón de su juventud, se atrevió a
traducir libremente el Agamenón y lo
abandonó porque le invadió ese pensamiento que a todos, alguna vez, se nos ha
aparecido en la forma de “esto no sirve
para nada… ¿para qué continuar?”. Y él, simplemente, lo dejó. No quiso
seguir con su entusiasmo. Se dedicó a vivir por inercia, a prolongarse por
costumbre. Hoy, debe abandonar su clase de siempre, despedirse de sus alumnos,
echar una mirada al gris y despreciable hogar que mantiene y tratar de salir
con la cabeza a medias porque el fracaso ha sido la tiza que ha agarrado todos
los días.
El señor Crocker-Harris
habla con una frialdad casi inhumana a sus alumnos, trata con británica
indiferencia a su esposa que, por supuesto, se ha buscado consuelo en cualquier
otra toga dispuesta a acogerla, ha anulado cualquier relación de amistad con
sus compañeros y se ha dedicado solamente a dar clase de griego. Cuando llega
el momento de despedirse de todo el colegio, se da cuenta de que no valen
discursos preparados, ni indiferencias estudiadas. Sólo vale la sinceridad de
pedir perdón porque, en algún lugar del camino, se olvidó de ser realmente un
profesor, un guía, un faro de entusiasmo por el conocimiento. Sus manos están
blancas de tiza, y su mente está blanca de desmotivación y sabe que ha fallado.
Por eso, quizá, tenga un último gesto, apenas unas palabras, que delate que ha
apreciado a ese alumno que le puso tan gentil dedicatoria en la versión
Browning de su querido Agamenón. No
cuesta nada. Y, tal vez, nada haya tan gratificante como ver durante unos
segundos los ágiles pasos de un joven que se encamina a su futuro.
Michael Redgrave se esconde detrás de una máscara de piedra que lo dice todo mientras sus palabras sólo exhalan las sílabas debidas a la exquisita y gélida educación que se supone a un profesor de un colegio de élite. Sin grandilocuencias, dejando un rastro de actuación sugerente, dolorida, verdadera y sensible, Redgrave compone al mismo fracaso interior que nunca se deja ver, a la conciencia que nunca deja de azotar, a la frustración que nunca deja de estar. Detrás de ese rostro gris que exhibe, se hallan todas las pasiones y todos los deseos de alguien que quiso ser y ni siquiera lo intentó. Y trata de ser merecedor de esas palabras que le ha dedicado un alumno en un último gesto de aprecio. Ojalá todo el mundo supiese que ése es el mejor regalo que se puede hacer a cualquier profesor.
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