Unos
hombres buenos fueron asesinados a sangre fría porque se atrevían a decir en
sus clases universitarias palabras de libertad. Se preocupaban por la gente,
por los pobres, por tratar de llevar algo de esperanza a muchas personas que se
movían entre el barro y la nada. Y además se trató de disfrazar su crimen de
acto revolucionario cuando, en realidad, estaba premeditadamente ordenado por
el gobierno de Alfredo Cristiani en El Salvador. Esa noche, esa noche en la que
llegaron las balas a sus cabezas, la verdad quiso empezar a salir.
Siempre hay unos ojos
indiscretos que miran lo indebido. Y aún así, recibirá presiones para que haya
algún testimonio fehaciente de que aquello lo perpetró la guerrilla izquierdista.
Ya se sabe, unos curas que predicaban la Teoría de la Liberación son incómodos
para todas las partes y más aún cuando se hallan en un conflicto que tiene
pocos visos de resolverse. El miedo se instala en quien ha visto lo que no
debía ver y los burócratas del interrogatorio jugarán al agotamiento, a la
presión bárbara, a la siembra de dudas, al enfrentamiento vil, a la más
nauseabunda de las bajezas. Lo que sea con tal de liberar al gobierno de
Cristiani de la culpabilidad de un crimen sin nombre, del asesinato de la
libertad, por mucho que tenga alzacuellos.
Así, pues, asistimos
más al ejercicio de la coacción de testigos antes que a la investigación del
delito. No sabemos, con nombre y apellidos, quién ejecutó a los sacerdotes,
aunque podemos intuir quién dio la orden y por qué. Sólo sabemos que agentes
latinos del FBI, con la colaboración de los Estados Unidos, y el propio
gobierno de El Salvador, se aplicaron en cuerpo y maldad y maltratar
psicológicamente a la única persona que pudo ver algo de lo sucedido aquella
noche. Y sí, la verdad quiere salir. Sea como sea. La verdad se empeña. La
verdad lucha.
Imanol Uribe dirige
esta reconstrucción de hechos e interrogatorios con austeridad, y no deja en
ningún momento que los intérpretes se salgan de la sobriedad. Juana Acosta, por
supuesto, lleva todo el peso y lo hace realmente bien. Karra Elejalde no es que
sea serio, es que es vizcaíno. Y Carmelo Gómez quizá pone más soniquete
religioso que el debido, pero resulta creíble. El resultado es una película realizada
con cierta rabia, algo reiterativa en algún pasaje mientras va desarrollándose
en tres planos temporales distintos, pero eficaz, porque pone el acento en la
injusticia, en el crimen sin explicación, en el odio por las ideas y por la
verdad. Y eso siempre es valioso.
Quizá porque esos curas españoles ponían en entredicho los métodos de la guerrilla de izquierdas, pero no sus objetivos. Quizá porque cualquier signo de bondad en una tierra que está siendo quemada se convierte en una conducta sospechosa. O quizá porque sólo se quiso ejecutar un simple golpe de mano para dejar bien clara la identidad de quién mandaba. No importa. Fue un asesinato. Terrible. Execrable. Rechazable. Una muestra más de que la propaganda, aunque sea mentira, si se repite suficientes veces, se convierte en verdad. Una verdad contaminada y corrompida. La auténtica no dejará de gritar, de querer ser dicha, de salir del alma para instalarse en el corazón y en el cerebro de los que escuchan. La verdad es el arma más poderosa contra la sinrazón. El padre Ignacio Ellacuría y sus compañeros lo sabían muy bien. Y murieron con la verdad. E hicieron verdad con su muerte. Que no se olvide.
No hay comentarios:
Publicar un comentario