Bud Corliss lleva mal
la presión. Es un brillante estudiante de universidad, bien parecido, con
carácter, con una pátina de presunción que es un poco evidente, pero, al fin y
al cabo, ¿quién no ha sido joven? El caso es que sale con una chica y ella
quiere casarse por todos los medios, a pesar de la oposición de la familia que
aún no conoce al chico. Los acontecimientos parece que se precipitan porque Bud
se ve obligado a tomar decisiones drásticas. No quiere casarse. Y, tal vez, sea
necesario fingir un accidente para que su novia acabe con sus sueños en el
suelo. Bud es tipo equívoco. Esconde mucho, mucho más de lo que enseña. Y hay
que tener cuidado con esa gente porque, debajo de una apariencia encantadora,
de tener siempre la palabra justa en el momento adecuado, subyace algo
demasiado oscuro para creerlo, demasiado turbio para probarlo y demasiado
inquietante para saberlo.
En Bud conviven varias
contradicciones y no son fáciles de conocer. La juventud, ya se sabe, es un
pozo de idas y venidas, de cambios de opinión, de influencias asimiladas que se
empeñan en traer y llevar sin sentido. Tiene muy claro que la ambición es lo
que le hará sobrevivir y se lanza a por ello sin pensárselo dos veces. Los
obstáculos hay que extirparlos de raíz. Sin dudar, aunque para ello tenga que
matar. Se trata de mantener la cabeza fría porque, sin ser ningún experto, Bud
va a fallar en sus primeros intentos. La chica debe quitarse de en medio, sea
como sea, porque es un impedimento para llegar a la meta y más con el error que
ambos han cometido. Quizá, algo de justicia poética hay en el lugar en común
que poseen la azotea de un edificio y el precipicio de una cantera. Bud sólo
quiere seguir adelante con su trama un día más. Y eliminará a los testigos porque
nada, ni nadie va a impedirlo. Es tan encantador que no puede pedir más que un
beso antes de morir.
Resulta algo intrigante que, en algún instante de la historia, el espectador no sabe si desea que Bud consiga lo que planea o que el destino se encargue de él con toda su crueldad. A ello ayuda el encanto que despliega Robert Wagner, que resulta el gran dominador de una trama que, en el fondo, no es más que la descripción completa de un asesino por ambición. El alemán Gerd Oswald dirige con color y convicción y, a pesar de ser una película de modestia asumida, tiene pulso y apariencia…casi como su personaje protagonista. Claro que no podrá quitarse de encima a ese sujeto un tanto molesto que se dedica a ser policía en sus ratos libres y que lleva el rostro de Jeffrey Hunter. El resto es no dejar cabos sueltos e intentar que el dinero no se escape de las manos por una chica caprichosa que no entendería jamás que la cúspide es lo más deseado y que, si Bud ha jugado a dos barajas, ha sido porque quería asegurarse la apuesta. No hay que perder las cartas, amigo Bud…
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