viernes, 4 de marzo de 2022

LOS NIÑOS DEL BRASIL (1978), de Franklin J. Schaffner

 

Ezra Liebermann ha dedicado su vida a encontrar a los peores delincuentes de la Historia. Auténticos asesinos que enviaban a millones de judíos a las cámaras de gas para que la Humanidad no olvide que eso siempre se puede repetir. No tiene demasiados medios, pero la inteligencia, a pesar de la edad, no ha dejado de funcionar. Y algo raro pasa con unos cuantos asesinatos sin conexión aparente en distintos lugares del mundo. Ha encontrado dos o tres elementos curiosos y se ha dado cuenta de que, alguien, en un plan meticulosamente frío y delicadamente calculado, está recreando las mismas condiciones ambientales para que un puñado de niños idénticos viva la misma experiencia que otro jovencito, hijo de un funcionario de avanzada edad y una mujer adorable. En la mente de ese joven que pasó a la Historia, se tramaron una serie de proyectos monstruosos que dieron lugar a la mayor maquinaria de guerra que nunca se haya visto. Ese jovencito se llamaba Adolf Hitler.

Detrás de todo ello, está un hombre que, en sí mismo, es un error de la Naturaleza. Se trata de El ángel blanco, el doctor Josef Mengele, escondido en algún lugar de la selva paraguaya, trazando y siguiendo de cerca el plan para conseguir que uno sólo de esos niños, nacido del ADN del Führer, siga sus pasos y cree el IV Reich. Tendrá que ser un joven determinante, mal estudiante, pero muy decidido, con poder de seducción y tremenda capacidad para mandar. Los niños del Brasil son mensajeros de algo que no debe repetirse nunca, nunca. Bajo ningún concepto. Y Liebermann luchará con todas sus fuerzas para que Mengele no triunfe en unos planes que, de alguna manera, también han sido torpedeados por alguna misteriosa superioridad.

Siempre se ha dicho que es muy posible que esta película hubiera sido mucho mejor con una inversión en los papeles principales. Gregory Peck, el doctor Josef Mengele, debería haberse hecho cargo del papel de Ezra Liebermann. Y Laurence Olivier tendría que haberle cogido el relevo. Aún así, la película es estimable porque el procedimiento de investigación del viejo cazanazis no deja de ser algo pintoresco y muy deductivo y hay algo tremendamente inquietante en toda la historia. Con una producción justa, pero con una interpretación estupenda del propio Olivier que merece la pena verse en versión original por su maravilloso acento en inglés, Franklin J. Schaffner dirigió con sobriedad y precisión y, de alguna manera, el miedo no evidente, sólo presentido, parece adentrarse en el cuerpo porque se puede llegar a intuir que todo lo que se cuenta, es posible.

Todas estas historias son parte del pasado y, quizá, ya pertenecen al círculo de la imaginación más calenturienta. Sin embargo, la película se anticipaba a las posibilidades del ADN y de su desarrollo genético y del empleo malsano de cualquier avance científico. Creer en el advenimiento de un nuevo homicida en masa parece imposible hoy en día y, no obstante, puede que, en algún momento, un médico, una enfermera o un asistente sanitario extrajera una jeringuilla con la sangre del Führer y esté guardada como una reliquia en un laboratorio de lugar ignoto esperando el momento para desarrollar la auténtica semilla del mal. Son noventa y tres nacimientos…

2 comentarios:

Alí Reyes dijo...

Gracias por esta recomendación... tengo que verla

César Bardés dijo...

No es una película redonda, pero merece la pena. Primero porque pone en el tablero una posibilidad científica que, en aquellos años, nos sonaba totalmente remota. Segundo porque contiene una excelsa interpretación de Laurence Olivier. Espero que, aunque sea algo irregular en su desarrollo, con algunos momentos flojos y otros realmente buenos, la disfrutes.